Escucho en estos días hablar de posibles reformas a la educación en su conjunto, pero también a “pedacitos” en el cuerpo legislativo de nuestro país. Muchos son los intereses que se entrecruzan en este gran abanico de propuestas que surgen todos los días y se debaten, sea en una cámara o en la otra, a propósito de querer seguir ahondando en adueñarse de algo que debe ser sagrado para cada familia y cada ser humano que goza de su dignidad de libertad. No habrá reforma educativa si no se comprende que la educación es, en primer término, problema de cada libertad humana que no se puede delegar por nada del mundo. De igual forma, en el marco de las autonomías y libertades de la personas, en una característica de seres conscientes que optan por desarrollar sus proyectos de vida a través de la educación, tampoco se puede pretender entregar la responsabilidad a otro ente. Esta es una realidad que aplica para cualquier nivel de la acción educativa, no basta para la inicial y media, sino también para la superior.
El escenario educativo es ante todo un pacto, una asociación, una relación de diálogo entre padres de familia, seres autónomos y maestros que han asumido, desde su perfil profesional y vocacional, adherirse al propósito de acompañar y orientar las vidas de aquellos que llegan a sus escenarios de docencia. Esta es la tarea que se espera y que es congruente, casi siempre, con aquel anhelo de educación que se vive en la familia y que está llamado a ser retribuido a los maestros por parte de los padres y de los mismos estudiantes y también graduados. Pareciera que este objetivo autentico de los escenarios educativos estuvieran desvirtuándose. Veo como el Estado se presenta como el mentor esencial y fuente de todo financiamiento pretendiendo regularlo todo. Este no puede ser el propietario de los ciudadanos ni mucho menos el tutor de los hijos de las familias, su rol es diferente. Está llamado a velar para que la justicia se suceda y, en este caso, con relación a la educación, está llamado a velar para que todos vivan el derecho a esta, con la calidad que se requiere para alcanzar los aprendizajes acordes con las realidades y desafíos de este tiempo; los padres de familia no pueden ser desposeídos de sus responsabilidades y mucho menos el ciudadano consciente que opta desde su libertad por un camino concreto educativo y en donde mejor considere desarrollar y formar sus aprendizajes y competencias.
Ante los vientos del mundo de las ideas que pretenden intervenir el principio de la libertad, como una especificidad de la condición humana y, por ende, de su dignidad, es necesario reflexionar con claridad y firmeza para orientar el marco de los derechos y deberes sobre la libertad de educación. Esta tiene que ver con el derecho que poseen los padres de familia y, por extensión, las comunidades locales, culturales o religiosas y las personas en general de educar a los miembros de las nuevas generaciones en función de sus propias convicciones. En este orden de ideas, el Estado debe velar para que todos los ciudadanos reciban la educación que se merecen de calidad y pertinencia. Esta sí que deberá ser la mejor justificación de su incidencia para lograr opciones equitativas y en relación con el bien común de los ciudadanos.
Si los padres y las personas en su autonomía no tienen derecho a educarse, ¿quién lo tiene? Ni el Estado ni nadie tienen derecho a despojar a nadie de libertad por la educación.