‘Dialogaré con todos y todas, sin excepciones ni exclusiones. Este será un gobierno de puertas abiertas para todo el que quiera dialogar’: esas fueron las palabras de Gustavo Petro el pasado 7 de agosto desde el Puente de Boyacá. Cumplía su segundo año de mandato, con un balance de más desaciertos que logros, y aquel mensaje retumbó como una especie de remanso después de doce meses de confrontaciones y ánimo despectivo.
Al escucharlo, nos ilusionamos. Pensamos que había decidido recomponer su rumbo; que descalificar al contrario y satanizar sectores dejaría de ser el camino. ¡Qué va!, ¡carreta! Bastaron unos cuantos días para que regresara, recargado, el tono polarizante aferrado a las déspotas maneras de siempre.
Desde el jefe de Estado, pasando por sus ministros y el siempre errático Comisionado de Paz ―que merece un capítulo aparte―, el proceder de esta administración a pasos agigantados se aleja, incluso, con algo de gozo, del propósito de consolidar el tan mentado ‘acuerdo nacional’.
Es evidente la falta de interés en construir consensos con cierta parte de la sociedad mientras los bríos se destinan, sin medida y mucha prisa, a quienes enquistados en la ilegalidad solo exigen pero nada conceden. Para ellos sí hay tiempo y ganas de sentarse a conservar. Maten o secuestren, de las mesas nadie se levanta ni se levantará.
Calificar de ‘grosera encerrona’ la invitación a la Asamblea de la Andi, radicar el proyecto de reforma laboral sin avisar, graduar de hipócritas a los gobernadores que denuncian la grave situación de orden público en sus departamentos o insinuar que si las EPS se quiebran tienen listo un plan de contingencia que, por la puerta trasera, estatiza el sistema de salud; configuran, entre un sinfín de episodios similares, las pruebas de los portazos del Gobierno a aquellos que piensan distinto.
Hoy, queda claro que la actitud será la misma para los tres años que restan. También, que existe una negación absoluta de ese 60% de colombianos que desaprueba la gestión del presente y que, para el presidente, pesan más las rencillas del pasado. Le cuesta comprender que esa confluencia de ideologías, voces y actores a las que él mismo convocó, trasciende el hecho de concertar con la clase política o la llamadas élites que tanto le incomodan.
‘El diálogo será el método, los acuerdos mi objetivo’, añadía ante micrófonos, en ese mismo escenario de conmemoración patria, el líder de las banderas del cambio. Un mes después, continúan los desplantes al empresariado, abundan las respuestas soberbias de miembros del gabinete y cientos de manos se han quedado extendidas. En un país que lleva décadas reprochándose cual círculo vicioso, alimentar divisiones y promover bandos, es, sin duda, peligroso.
A menudo, prometer, desilusiona. Nos hicieron creer que era posible un punto de encuentro, un trabajo armonioso, conjunto, entre privados y públicos. Nos permitieron imaginar, por unas horas, que era factible hacer equipo. No obstante, este pulso lo ganó el ego y desperdicia, el Ejecutivo, una oportunidad de oro.
Su nombre lo lleva implícito: un acuerdo nacional, no puede pretender nada distinto al bienestar de una nación. Esa en la que, se supone, cabemos todos. Los de arriba, los de abajo, y los que estamos en medio.