Al nivel de dictaduras como Nicaragua o Venezuela ha quedado reducida la imagen de Colombia. En ambos países en donde las libertades en verdad se coartan y las garantías no existen, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (Cidh) implementó, en 2018 y 2019, un mecanismo especial de monitoreo. Sí, el mismo que ahora, tras su visita, recomienda instalar, con urgencia, al interior de nuestras fronteras.
Por supuesto, aquí tenemos mucho que enmendar. Lejos estamos de un sistema que pueda presumir de ser perfecto y eso nadie lo puede negar. Además, sería un absurdo desconocer que en el manejo de esta crisis se han cometido graves equivocaciones. Sin embargo, no somos la debacle ni de Nicaragua ni de Venezuela. Aunque así nos perciba el mundo por estos días, no lo somos.
Con un enorme daño reputacional a cuestas, transcurridos más de dos meses de desmanes, de ver empresas quebradas y ciudades destruidas, las denominadas nuevas formas de lucha nos demuestran, con hechos, sus alcances. Detrás de sus agresivas estrategias, que se nutren de las mejores tácticas de la guerra asimétrica, se esconde una peligrosa obsesión por redefinir el deber ser de las cosas. Lo delicado del asunto es que parecería que lo están logrando.
En medio de lo que empezó como un llamado a la desobediencia civil, la sociedad colombiana abrió la puerta a un debate que no salió bien. Mientras la resistencia tomaba fuerza y el vandalismo se transformaba en terrorismo, argumentos incendiarios en contra de las funciones y los deberes de la institucionalidad comenzaron a hacer ruido. El discurso fue ganando terreno y, de repente, lo que antes se defendía y respetaba en apego a la constitución se satanizó. Se volvió pecado defender el derecho al trabajo, abogar por la libre movilidad o exigir el restablecimiento de la seguridad y el orden.
Hoy, cuando la comunidad internacional cuestiona nuestra democracia, estamos padeciendo las consecuencias de haber subestimado las tan mentadas disruptivas maneras. Estamos sufriendo los efectos de haber ignorado su capacidad de presionar y arrinconar a como dé lugar. Las consideraciones éticas, asegura la literatura, brillan por su ausencia cuando las contiendas carecen de simetría.
En tanto los interés de las mayorías se siguen violentando y el ejercicio de la fuerza del Estado suma adeptos que buscan deslegitimarlo, persisten los espaldarazos a un estallido que perdió su sentido. Que dejo de ser lícita reivindicación para adquirir un carácter casi que de milicia urbana.
Frente a la notoria degradación, ofende la tibieza de la Cidh para abordar, en su informe, la nociva y desalmada práctica de los bloqueos. ¿Quién puede olvidar que por cuenta de los ′cortes de ruta dos bebés murieron? Preocupa la sumisión de algunos alcaldes y su disposición desmesurada para validar, como actores políticos, a interlocutores que no quieren dar la cara. Inquieta, ante la permisividad y la complacencia, lo que pueda pasar el próximo 20 de julio.
Tanta anuencia empodera. Nada tiene de gratis que la respuesta hacia la mano tendida haya sido altivez, irrespeto, soberbia y más violencia. ¡Ojo!, el efecto bumerán no es un mito. Hay guiños que salen caros y después no tienen reversa.