La indignación de un día, esa que como llega se va, suele ser deporte nacional. Los colombianos no sanamos nunca, pero pasamos la página muy fácil. Por cuenta de una cotidianidad convulsionada nos acostumbramos a tapar un dolor con otro. Ni hacemos los duelos ni ostentamos el rigor suficiente para exigir justicia. Sin embargo, hay situaciones que están obligadas a romper el molde.
El caso de Hildebrando Rivera, el conductor de un camión de basura que fue linchado hasta la muerte por una comunidad indígena, es una tragedia que debe negarse a la impunidad. Entre otras cosas, porque darle trámite, supone encarar un debate al que la institucionalidad le huye. No es la primera vez que el artículo 246 de la Carta Magna pone a temblar a más de uno. Tampoco la única ocasión en la que esta población abusa desdibujando el concepto de jurisdicción especial indígena.
Decenas de retenciones a miembros de la fuerza pública, tomas de ciudades que, como ocurrió en Cali, se tornaron violentas, además de serias muestras de agresividad al mejor estilo de la correteada con palos que padecieron funcionarios del distrito en Bogotá, son la muestra de unos actores que transgreden, cada vez más, todos los límites. ¿Hasta cuándo?
La norma constitucional, así como les otorga concesiones, también contempla claras fronteras. El salvaje hecho que tuvo lugar la noche del 25 de enero se produjo fuera de un territorio indígena y el señor Rivera no era sujeto de sus normas ancestrales. Es nulo el espacio para las dudas.
La justicia ordinaria es aquí la que opera y hay que reclamar celeridad. Sería un error imperdonable entregarse a la inacción con tal de esquivar la reacción, de seguro desmedida, de quienes ya demostraron creen tener solo derechos, pisotean los de los otros e ignoran sus obligaciones.
Rodeada de gran hermetismo, la Fiscalía asegura que la investigación avanza. No obstante, los familiares de una víctima, cuyos audios desesperados, pidiendo auxilio, nos conmovieron hasta los tuétanos, temen que nada pase. En medio del difícil trasegar de su duelo, escuchan que los emberá katío, protagonistas de tal desmadre, regresarán a sus resguardos y desde el ente acusador, dicen, es escasa la información que les llega.
Que no se nos refunda en los recuerdos la historia de un hombre de 60 años, padre de tres hijos, que un martes cualquiera, cuando cerraba su jornada laboral y se disponía a ir a casa, perdió la vida por la mala fortuna de haber tenido un accidente. Mucho menos debemos permitir que quede abierto el peligroso boquete de ser permisivos con la justicia por mano propia. Llámese justicia indígena o como quiera que se le nombre. De ser así, nefasto sería el legado de tan doloroso episodio.
La presión mediática y social, en asuntos como este, juegan un papel fundamental. Por eso, hay que mantener vivo tan desgarrador suceso. Se tiene que sentar un precedente. Es urgente poner orden. Los indígenas aceptaron ante la prensa que golpearon sin compasión a don Hildebrando y que lo hicieron por venganza. Los hechos quedaron registrados en video y dos policías estuvieron presentes en el lugar. Respuestas y resultados rápidos es lo mínimo que deberíamos esperar. Se cometió un grave delito. ¿Quién o quiénes van a pagarlo?