Varias son las lecturas de la que podríamos calificar como la metamorfosis de la sociedad colombiana. Entre desmanes, marchas pacíficas y bloqueos emergen diversas formas de confrontar al Estado. De llamar su atención.
Hoy, el país enfrenta las consecuencias de una multiplicidad de factores que se encadenaron hasta que estallaron. Más allá del vandalismo, por supuesto, inaceptable, una compleja ecuación tiene a todo un territorio en jaque. En medio de las necesarias reivindicaciones, inquietan y deben replantearse las maneras, el tono y los escenarios hacia los que se está trasladando el debate.
Para empezar, hay que decir que en Colombia se perdió el respeto. Nada ni nadie parecería ser digno de ostentarlo en estos momentos. Descalificar e incluso deslegitimar todo aquello que representa al establecimiento se convirtió en método. El ambiente es de profundo desprecio. Desprecio hacia las instituciones, al orden establecido, a los medios, y hasta entre nosotros mismos.
Por si fuera poco, agresivas e irresponsables narrativas se cultivaron por años mientras decidimos subestimarlas o, tal vez, ignorarlas. Ahora, inmersos en el caos, entendemos que se validaron posturas tan miedosas como dañinas: El Esmad es asesino y todo manifestante es subversivo.
¿Del irrespeto a la estigmatización algo podría salir bien? Claro que no. Lejos están de ser casuales las batallas campales en las que se han convertido las jornadas de protesta. La bomba explotó cuando ambos inamovibles se encontraron en las calles y su onda expansiva se salió de control.
La ciudadanía perdió la confianza y buena parte de la debacle la padece una generación para la que nada es suficiente. Los compromisos que otrora calmaban los ánimos ya no bastan. De procurar espacios para el consenso se abrió paso a una inmensa soberbia.
No está en discusión reclamar las condiciones que merecemos, demandar, de la tierra que nos parió y de su sistema, garantías reales al igual que exigir soluciones. Sin embargo, a un Gobierno al que le están cobrando las deudas históricas de la patria, todo indica, quieren verlo arrodillado.
Sería un absurdo desconocer que por décadas nos ha acompañado la desigualdad. Resultaría una necedad ignorar las cifras de pobreza o negar el alarmante desempleo. No obstante, repudiar la institucionalidad significa herir de muerte nuestra democracia. Es necesario recuperar, con hechos, la credibilidad en las normas, en los procedimientos, en el estado de derecho.
Puede sonar a frase de cajón, pero el llamado a la sensatez es urgente. Los incumplimientos acumulados en 200 años de vida republicana no se van a resolver en los 14 meses que le quedan a Duque como presidente. El Ejecutivo, aunque tarde, ha empezado a interpretar el hartazgo y está tendiendo la mano.
De lado y lado se tiene que ceder si se quieren lograr acuerdos cumplibles.
Ni arrinconar ni desprestigiar. Así no se destraba esta crisis y esto aplica para todos los involucrados. Tampoco se trata de conformarse, que se entienda bien el mensaje. Se trata, por el contrario, de dar largo aliento a esa Colombia que despertó del letargo. La fuerza del pueblo tiene el poder de generar verdaderos cambios. Que la ambición y la prepotencia no terminen por romper el saco.