A menudo, nuestra particular idiosincrasia nos juega malas pasadas. Somos expertos en lamentarnos e indignarnos, pero también en resignarnos a coexistir con un insano desprecio hacia las normas. Un deterioro social cultivado por años que cobra costosas facturas mientras, queriendo ignorar lo obvio, nos preguntamos el porqué de nuestra suerte.
La seguidilla de episodios recientes en materia de orden público, manejos políticos, convivencia y cultura ciudadana deberían preocuparnos tanto como nos trasnochan las polémicas reformas del gobierno, el elevado costo de vida o el cambio climático. Sin embargo, abundan los golpes de pecho y las justificaciones a la par que escasea la coherencia en las acciones.
No es posible que hayamos cedido a una ‘fase de alistamiento de cese al fuego’ con una guerrilla que, en el entre tanto, por cuenta de un inhumano paro armado que levantó una vez, en su lógica despiadada, a bien tuvo hacerlo; arrastraba al borde de la hambruna a más de 9.000 chocoanos. Menos entendible resulta, en medio de semejante afrenta, la extensión del decreto que deja exentos de capturas a sus cabecillas y, además, pida el Ejecutivo ‘desescalar el lenguaje’.
Tampoco tiene sentido que el Presidente, con eufemismos, se las arregle para evitar pronunciar la palabra secuestro ni que su ministro de Defensa gradúe de imprudentes a quienes se movilizan por territorios que deberían estar bajo el control legítimo de la fuerza del Estado. Laxitud va, laxitud viene, con aquellos que acorralados nos mantienen.
Fatigados, creíamos haberlo visto todo. No obstante, reaparece en escena ‘Ñoño’ Elías. Al exsenador, condenado por corrupción, lo recibe Shagún, su pueblo natal, cual si fuera un dios y al exnarcotraficante, Samuel Santander Lopesierra, lo vitorean al anunciar, a pesar de la conocida inhabilidad constitucional, su candidatura a la Alcaldía de Maicao. Escenas versión 2023 que recuerdan la horrenda época de Pablo Escobar idolatrado en los barrios de Medellín.
Producto de una institucionalidad débil, nulo temor a la justicia y peligrosas narrativas contra la Fuerza Pública las dantescas escenas continúan. A la colección de increíbles, tenemos que sumar al policía que prefirió dejarse golpear de un extranjero en chancletas antes que defenderse y terminar en problemas. Por si fuera poco, se hicieron costumbre las descaradas colatones en Transmilenio y, una mañana cualquiera, amanecemos con un conductor del Sitp apuñalado tras impedir el acceso a un pasajero al que manifestó que había sobrecupo.
¿En qué momento y alrededor de qué premisa lo correcto dejó de serlo? La política y sus representantes están en deuda de abordar estos asuntos. Igual la academia. Incluso las familias, a las que el acelere de la vida volvió dispersas. Desestimar la escala de valores para abrir camino a la anarquía, con la excusa de una falsa equidad, ha hecho florecer el irrespeto. Nos ha llevado a ser más violentos.
La seductora idea de decisiones libres de consecuencias envalentona y pisotea. Sepulta la ética e involuciona. Por los que vienen detrás, hay que poner la problemática en la agenda y convocar a todos los actores posibles. Los discursos de una Colombia mejor se quedarán en meras utopías mientras la respuesta colectiva siga siendo esta permisividad casi enfermiza.