Tal vez has escuchado la frase “si no tienen problemas, se los inventan”. Esto sucede tanto en parejas como en empresas donde ha existido un patrón prolongado de relaciones tóxicas, desconfianza o conflicto constante. Cuando una organización está acostumbrada a funcionar desde el estrés, el drama o la supervivencia, hacer cambios en la cultura, y por ende en el clima, se vuelve un desafío profundo. El hábito emocional se vuelve una identidad: si no hay tensión, las personas sienten que algo está mal y buscan, consciente o inconscientemente, crear conflicto. Hoy quiero explicar científicamente por qué ocurre esto y cómo podemos romper este ciclo para construir ambientes más sanos, estables y enfocados en la colaboración.
Primero, cuál es el origen de esta dinámica de comportamiento. Desde la neurociencia sabemos que el cerebro se adapta a los estados emocionales dominantes. Si un equipo ha operado durante años bajo estrés, urgencia, control o desconfianza, el sistema nervioso colectivo se condiciona a la vigilancia constante. El cortisol y la adrenalina se vuelven parte del funcionamiento diario. Cuando llega un ambiente de calma, el cerebro interpreta la tranquilidad como “amenaza”, porque no coincide con su zona de familiaridad. Esto se llama homeostasis emocional: el cuerpo busca volver al estado emocional conocido, incluso si es negativo.
Segundo, en la teoría de sistemas humanos se denomina atractor emocional negativo: cuando un grupo se acostumbra al conflicto, la crisis o la queja, eso se convierte en su punto de equilibrio. El caos se siente cómodo porque es predecible. El bienestar, en cambio, genera incertidumbre. Así, cuando se implementan cambios culturales -mayor confianza, reconocimiento, comunicación sana- algunas personas reaccionan provocando microconflictos, saboteando procesos o exagerando problemas. No es maldad, es hábito psicológico y relacional.
Tercero, y de las más importantes desde mi experiencia. Las organizaciones también desarrollan “memoria cultural emocional”. Si el relato histórico es “aquí todo es difícil”, “toca pelear para lograr algo” o “la gente no es confiable”, esos guiones se transmiten informalmente. Cuando mejora el clima, surge el miedo al vacío: si no hay problemas, ¿cuál es mi rol? Algunos empleados sienten que pierden relevancia sin crisis que resolver o sin culpas que repartir. La identidad se ancla en el conflicto.
En grupos acostumbrados al drama, el conflicto se vuelve un mecanismo de conexión. Se crea “unidad” a través de la queja, los rumores y la resistencia. Es lo que en psicología social se llama cohesión por enemigo común. Cambiar eso implica aprender nuevas formas de vincularse: colaborar, reconocer, celebrar logros, confiar. Y esas habilidades muchas veces no existen porque nunca fueron aprendidas.
El tema aquí es ¿cómo romper este patrón? La transformación empieza por regular emocionalmente al equipo y crear nuevas referencias de seguridad psicológica. Algunas estrategias clave son: micro-rituales diarios de reconocimiento y gratitud; coaching emocional para líderes y mandos medios; feedback continuo basado en curiosidad, no juicio; rutinas de respiración, pausas activas y mindfulness; celebrar avances pequeños, no solo resultados grandes. Espacios para aprender a conversar sin conflicto. La neuroplasticidad emocional existe: cuando un equipo practica calma, claridad y colaboración de forma repetida, esas experiencias se vuelven la nueva norma.
Cambiar una cultura tóxica no es solo eliminar problemas, es enseñar al sistema a sentirse seguro sin ellos. No buscamos organizaciones sin desafíos, sino organizaciones donde los desafíos no sean excusa para el caos, la desconfianza o la agresión. Cuando la calma se vuelve más poderosa que el drama, nace una cultura donde la gente puede trabajar, y vivir, mejor.