Todos hemos visto y hemos sido informados sobre hordas de personas que, con el corazón partido, la desesperanza a cuestas y parte de la familia de la mano, huyen de la represión política, la falta de trabajo, el hambre, la violencia de las mafias, la discriminación religiosa y la incompetencia de los gobiernos.
El colapso de la soberanía es el punto de inflexión que impulsa a millones de personas a dejar su tierra natal para convertirse en refugiados o emigrantes en busca de una vida mejor. En todos estos casos, los emigrantes dejan atrás un Estado que ya no puede proporcionarles lo que debería ser su derecho: una vida segura y digna.
Al salir de su país, muchas veces la situación no es mejor, pues, sin el amparo de su gobierno de origen y sin la protección plena del derecho internacional, caen en un vacío legal. Los refugiados y emigrantes se enfrentan a la falta de derechos, siendo tratados a menudo como intrusos. Es un limbo legal donde el derecho de las naciones ofrece solo promesas vagas, y la burocracia internacional tiene más discursos que acciones contundentes.
La historia nos recuerda la Alemania socialdemócrata-nazi, donde millones de judíos fueron despojados de su ciudadanía bajo las leyes de Núremberg de 1935. Este acto “legal” los convirtió en apátridas, negándoles todos los derechos y dejándolos en una situación vulnerable.
Si bien es cierto que la humanidad, la legislación y los Derechos Humanos han avanzado, este patrón de privación y expulsión se sigue repitiendo en diversas formas alrededor del mundo, con el agravante de la existencia de sistemas políticos que se caracterizan por ser enemigos de las libertades, la democracia, son represivos, violadores de los derechos fundamentales y, en muchos casos, tampoco permiten el abandono de esos países.
En esta esquina del continente, seguimos viendo a la Iglesia Católica, a los empresarios, a las universidades, a las alcaldías, algunas gobernaciones e instituciones de toda índole dando ayuda humanitaria a los migrantes, proporcionando alimentos, albergues temporales, legalizaciones de su estatus e incluyéndolos en los sistemas de salud y educación, e incluso contratándolos en trabajos de calidad, como lo vienen haciendo muchas pequeñas y grandes empresas.
Por otro lado, están los mismos grupos de hampones que se dedican a comerciar con personas, drogas, contrabando y robo de minerales, que a través de las selvas del Darién, movilizaron a 520,085 personas, de las cuales 406,905 fueron adultos y 113,180 niños y adolescentes.
Esto, de acuerdo con la Defensoría del Pueblo de Colombia (Comunicado 495), representa un aumento del 110% comparado con 2022 (248,284 personas). Entre las nacionalidades diversas se encuentran 25,565 personas de China, 57,250 de Ecuador, 46,422 de Haití y obviamente la mayor parte 328,650 de Venezuela, además de colombianos. Este descontrolado tráfico de migrantes convierte a las víctimas en sujetos de extorsión, robo, trata de personas, reclutamiento forzado y homicidio.
La calidad humana de los colombianos es tan admirable que pese a la situación del país, centenares de personas, amas de casa, profesionales y personas con principios, sacrificio, caridad y compasión, siguen ofreciendo a los migrantes desde un plato diario de comida a quienes pasan por su casa, hasta los que, además de cosas materiales, dedican horas de su tiempo para curar el cuerpo y el alma de aquellos que se han visto obligados a abandonar todo con la esperanza de encontrar posibilidades de trabajo digno, salud y educación para reconstruir su futuro y el de su familia, y conseguir la libertad y la felicidad.