La ilegitimidad de lo impopular
Durante el último año Colombia ha vivido una situación muy parecida a la de varios países de Latinoamérica, e incluso a la de algunos de Europa: un gobernante impopular. El Presidente de Colombia lleva ya un buen tiempo con una desaprobación superior a 75%, lo que refleja una gran pérdida de credibilidad y una ruptura definitiva entre la sociedad colombiana y sus gobernantes. En las pasadas encuestas nacionales, la imagen del presidente Santos había estado supeditada a los avances o retrocesos del proceso de paz. Sin embargo, después de la firma del acuerdo, la popularidad de Santos se desligó de este evento y se despejó una realidad que ya los especialistas del Gobierno sabían: estamos ante un Presidente con alta popularidad internacional, con premio Nobel, pero sin aprobación nacional y con una credibilidad en caída libre ante los colombianos.
La impopularidad ha tocado a varios mandatarios internacionales: Rafael Correa tiene una desaprobación de 65%, Evo Morales de 48%, Nicolás Maduro de 77% y vemos casos como el de Ollanta Humala y Dilma Rousseff que dejaron sus cargos con una aprobación inferior a 15%. La pregunta ante estos casos puntuales sería: ¿Qué tan legítimo es un presidente que no alcanza ni 20% de aprobación? La respuesta, a mi parecer, tiene que ver mucho con los procesos democráticos que derivaron en su elección y que su gobierno lleva a cabo.
Es allí, en donde encontramos un factor común entre esta impopularidad que rodea a los gobiernos: sus campañas estuvieron rodeadas de acertijos sin solución, de dudas y de cuestionamientos ante la sociedad civil y su forma de gobernar ha contradicho sin escrúpulos sus discursos de campaña. Además, han evocado procesos democráticos para desobedecerlos cuando les conviene. Un ejemplo de esto fue lo ocurrido con el Plebiscito por “una paz justa y duradera” en Colombia. El Presidente, haciendo uso desmedido de la estructura del Estado, perdió unas elecciones que después ignoró por no tener el resultado a su favor. Esto refleja cómo las decisiones de un presidente impopular pasan a ser decisiones ilegítimas.
Lo más grave de esto no es simplemente una estadística que muestra que los ciudadanos no quieren a uno u otro mandatorio; lo realmente preocupante es la brecha que se abre y que cada vez se amplia más entre un gobierno y sus ciudadanos.
Este fenómeno presidencial que rodea a Latinoamérica tiene una particularidad: cuando los presidentes tocan su piso de aprobación, parece que comenzara a importarles poco esa distancia entre sus ciudadanos y su gobierno, y por esto no viran hacia lo que su pueblo pide sino que más bien radicalizan sus posiciones y aumentan la represión contra sus opositores. Ya la aprobación deja de importar y la disputa se transforma en una batalla entre los políticos de la oposición y políticos del gobierno. El pueblo hace de espectador mientras sufre las consecuencias de un gobernante lejano, tanto en las encuestas como en la realidad.
La aprobación, como lo vemos en algunos mandatarios municipales como el Alcalde de Medellín Federico Gutiérrez, que llega a 88%, es fruto de una fórmula que tiene en cuenta la cercanía del gobernante con sus gobernados, la aceptación de las realidades al reconocer con la verdad y sin temor los problemas que afrontan, un plan de gobierno sustentado en lo que sus ciudadanos necesitan y una convicción profunda de que el líder vale más por sus principios y su coherencia que por sus cálculos políticos.