Como respuesta a la mano extendida del Gobierno nacional para negociar con las estructuras criminales que delinquen y controlan las rentas ilegales en los territorios, el país ha recibido una estruendosa bofetada, pues en el último mes hemos experimentado un profundo recrudecimiento de la violencia que estos producen: más de 10 masacres en 30 días, siete policías asesinados en el Huila, cabezas humanas cortadas en el Bajo Cauca Antioqueño, invasión de tierras en el sur del país, la llegada al territorio nacional del macabro grupo criminal llamado “Tren de Aragua”, el aumento de la percepción de inseguridad ciudadana en Bogotá y otras ciudades capitales, etc., etc., que sucede ante la mirada impávida del aparato estatal y que bien parece la configuración de una nueva escala de prioridades en materia de seguridad, en la que la protección del ciudadano se encuentra subordinada al propósito superior de lograr la desmovilización de los criminales.
Es claro que nos encontramos ante un Gobierno democrático y respetuoso de los derechos humanos que le apuesta a la paz, pero esas cualidades no deben entenderse como antónimos del orden y la libertad, ni mucho menos pueden dar lugar a una nueva era de la política nacional que desemboque en la generalización de una percepción de “inseguridad democrática”, es decir, un momento de la vida republicana en que desde el Gobierno se respete la Ley, se plantee la obtención de la paz total vía diálogo y en el marco de las instituciones, pero se deje al ciudadano del común al vaivén de la voluntad de los delincuentes.
Bienvenido el diálogo, la concertación y la solución pacífica de los conflictos, de las violencias y sus causas, pero jamás eso debe implicar una política de brazos caídos de parte de las fuerzas armadas legítimamente constituidas que, por cierto, son el único mecanismo del que dispone la ciudadanía para la protección de la vida, honra y bienes.
La seguridad es un derecho humano innegociable, inalienable, irrenunciable que se constituye en la base del mantenimiento del orden ciudadano. Precisamente se puede conceptualizar como la situación en la que se haya un individuo o grupo de individuos cuando pueden ejercer plenamente sus derechos sin ninguna amenaza o vulneración violenta de los mismos.
La seguridad, así entendida, no es un asunto ideológico de derechas o izquierdas. Todas las tendencias políticas la requieran para el ejercicio íntegro de su existir. Sin seguridad no hay política, no hay libertad, no hay propiedad, no hay democracia, no hay civilización, pues en su ausencia la única ley reinante es la ley de la selva o del más fuerte.
De nada sirve entonces la democracia insegura, porque así es imposible su ejercicio. Ahora bien, como lo señala Naciones Unidas, la seguridad ciudadana no trata simplemente de la reducción de los delitos sino de una estrategia exhaustiva y multifacética para mejorar la calidad de vida de la población, de una acción comunitaria para prevenir la criminalidad, del acceso a un sistema de justicia eficaz, y de una educación que esté basada en los valores, el respeto por la ley y la tolerancia.
A esto es lo que se le llama “cultura de la legalidad”: una estrategia que entiende que la seguridad solo es posible a partir del fortalecimiento y depuración de los organismos de seguridad y a través de la educación de las nuevas y actuales generaciones en el entendimiento de la legalidad como base de la convivencia, de la vida y de la esperanza de un mejor país.