En el ideario colombiano, la democracia desde hace dos siglos es el régimen innato del país. Ha sido, salvo contados interludios aborrecidos, su manera de gobernarse. Se regó por todo el territorio nacional con las Juntas Gobierno desde la temprana Independencia. La inspiración se recibió de la Ilustración y de la independencia norteamericanas, cuando revivieron la idea ateniense de gobierno, dormida por milenios. La democracia puede ser, para algunos, una aspiración universal, pero instalarla con raíces es una práctica cultural.
Nada de democracia en tiempos de don Sancho Jimeno, el héroe de Bocachica en 1697. El poder y la justicia eran del rey por derecho divino y no se dudaba, o sea el régimen monárquico, que es el único otro que Colombia ha conocido. Como alternativa de gobierno, el país lleva dos pacientes siglos modelándola al temperamento de los colombianos, y preservando una característica fundamental: el poder se otorga por los resultados en las urnas (con o sin trampa). Es lo que único que da legitimidad. Y todo esto mientras se desprecia a los políticos y no se le tiene confianza al gobierno, lo cual desemboca en incredulidad y dependencia.
Los retos para la supervivencia de la democracia, como la vive Colombia, surgen no solo de otras ideologías. El mayor desafío en realidad viene de adentro, de los ciudadanos mismos (sin descartar que los desafíos ideológicos también abreven en la misma fuente). Plato lo predijo cuando filosofó que en una democracia los ciudadanos querrían gozar del día a día, por encima de toda otra consideración.
El gobierno otorga subsidios a un número creciente de grupos de población, con la excusa de que para eso lo eligieron, pero es con fines electorales, e invierte (o deja invertir) cada vez menos en infraestructura. Atendiendo la dinámica interna de las democracias y para complacer esas apetencias, Colombia se dirige hacia su más grande déficit estructural y su más grande deuda (con descarte de la regla fiscal), con el fin de repartir beneficios a diestra y siniestra (y de paso ganar elecciones).
Ahora se está en una encrucijada aún más desorientadora, Petro es un presidente que no cree en la democracia. No ha habido otro que la menosprecie tanto desde los tiempos de Tomás Cipriano de Mosquera. La afirmación no es para debatir: Petro no cree en algo que es de su esencia: controles y contrapesos. Intenta y sueña con removerlos.
Hasta ahora las instituciones dan la pelea, pero él va al asalto. Controles y contrapesos son, con el veredicto de urna, de la esencia de la democracia colombiana. Si líderes electos tratan de eliminarlos a nombre de sus mayorías es señal de alarma. Lo que no quiere decir que no se le reconozcan problemas estructurales a la democracia. O que la mayoría no piense que hay mucho por corregir. Pero modificar para mejorarla, señor Petro, es una cosa, abandonarla es otra. ¡Ni se lo sueñe! Como desde hace 200 años, está aquí para quedarse.