Analistas 22/11/2024

Una parábola

Rodolfo Segovia
Analista

Era el Año del Señor de 1702, y en una tarde de brisas decembrinas, don Sancho Jimeno deshacía los lazos de su jubón y daba gracias a Dios, creyente profundo que era, por haber sobrevivido poco tiempo atrás el terrible saqueo de 1697, que él, castellano del fuerte de San Luís de Bocachica, no había podido evitar a pesar de su indómita defensa frente a los franceses. Le asaltaban dudas: ¿De qué servían sus sacrificios si la Monarquía resultaba inviable? La impotencia del contrahecho Carlos II, último de los Austrias españoles, había llevado el Imperio al abismo.

Don Sancho, cómodamente dueño de haciendas, acostumbraba en vísperas de Navidades reflexionar sobre el acontecer del Imperio. Observaba a su alrededor golillas quisquillosos, obstinados, y celosos de sus privilegios que más que gobernar abusaban de sus cargos. Se apoyaban en subalternos incompetentes y venales, cuyo único mérito era el de ser sus áulicos. Cobraban peaje por hacer respetar las cédulas reales y adjudicaban contratos a familiares y paniaguados. Se abrogaban la potestad de aplicar la ley a su antojo, como dueños de la Justicia Real, y de situarse por encima de ella. Ni siquiera las Visitas de los agentes del Rey (terror en tiempos de Felipe II, el Prudente) que de todas maneras se extralimitaban para cobrar, les hacían ya mella; les torcían el cuello por intermedio de sus venales conmilitones. Estas reflexiones las hacía don Sancho in pectore, para no alertar a la Inquisición.

¿Valdrá la pena, se cuestionaba don Sancho, defender la Monarquía sin erradicar los esbirros protagonistas de atropellos y farsas populistas disfrazadas de puntilloso rigor por el acatamiento debido a la verdadera religión? Quién sabe se decía don Sancho mientras acariciaba la cazoleta de su toledana, que siempre había puesto al servicio de su Rey, y del orden. Tendía a mirar con escepticismo la nueva dinastía de los Borbones y sospechaba que los encargados de las reformas no atisbaban más allá de sus ideologismos y privilegios. Se está demostrando que es más rosquera y excluyente que su antecesora, y más dada a confiar en los obsecuentes, cuando ahora de lo que es de menester son los mejores del reino. Ese gusanillo ofuscaba su visión del futuro.

¡Ah, el derecho divino! ¡Cómo obnubila a los grandes de la tierra! ¿Habrá quien se acuerde de la humildad en el poder? Don Sancho, quien a pesar de ser hombre de capa y espada manejaba pasablemente sus latines, rememoraba las historias de la antigua Roma, donde la legitimidad del poder de los patricios provenía de la victoria militar, pero siempre atemperada por la ley, ese gran legado romano a la civilización occidental. Por estos tiempos, la temperancia no es una virtud de moda, y, por el contrario, impera la soberbia: “Mira tras de ti, recuerda que eres mortal” (respice post te, hominem te memento) susurraba el esclavo que casi invisible acompañaba al general romano triunfante mientras en su carro de gloria desfilaba por la Vía Sacra. Don Sancho Jimeno, en su descanso de las colinas de Turbaco, lo tenía muy presente.

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