Estamos cerca de uno de los días que será recordado por muchas generaciones, no solo en nuestro país; sino por todo el mundo: el día en el que tenemos el privilegio de tomar una decisión trascendental. Quiero subrayar privilegio porque otras naciones que han vivido conflictos han añorado esta oportunidad y no la han tenido para poder decir a través de un voto, alto a una guerra. Mucho menos se les ha brindado, a través de un acto de democracia, la posibilidad de analizar una propuesta de acuerdos para avanzar hacia un camino de reconciliación.
Otras naciones nos felicitan por este gran paso, y se alarman porque dentro de su lógica no conciben que nuestro país tenga ya más de 8 millones de víctimas de un conflicto armado. Esto equivale a la población total de países enteros como Honduras, Austria, Suiza, Tayikistán, Jordania, Israel, Bulgaria, Paraguay, entre otros. Es decir, las víctimas en nuestro país, son más que la población total de 107 países del mundo.
Llevamos cerca de 4 semanas, en que se ha realizado pedagogía de múltiples maneras sobre los Acuerdos y, con base en esto, se debe decidir el plebiscito. Al visualizar el nivel de las opiniones, se está cayendo en algo que es parte de la cultura colombiana, una cultura de extremos: o se minimizan o se magnifican los temas.
En el caso de los acuerdos, las opiniones se han minimizado a culpables y dinero. Esto se evidencia en expresiones que se cruzan en redes sociales, o en frases tales como: “Sería humillante decirle a mi hijo, ese congresista fue guerrillero y no pagó cárcel”, o “¿de qué bolsillo saldrá la plata para pagar esos acuerdos?”. Se está simplificando un trabajo de cuatro años de diálogos y estos van más allá: proponen soluciones a varios de los temas pendientes del país.
Frente a que le podemos decir a nuestros hijos, quiero hacer referencia a Rodolfo Arango, quien habla de la responsabilidad colectiva y presenta un análisis de los jóvenes alemanes de la posguerra. Ellos consideran inconcebible las atrocidades hechas en la guerra y que estas hubieran sido desconocidas por muchos alemanes; esta juventud hoy cuestiona a sus abuelos y padres, con sentimiento de vergüenza y condena al preguntarse: ¿Hasta dónde sabían? y ¿por qué no se hizo nada? Guardando las proporciones, la explicación que debemos preparar a las futuras generaciones es por qué pasaron más de 50 años de violencia y el velo de la indiferencia, el silencio, el miedo, la apatía se apoderó de los colombianos y el dolor ajeno se aceptó como parte de la cotidianidad.
Por otra parte, la monetización de la paz es odiosa. Debemos entonces preguntarnos cuánto costaron todas las vidas, cuánto vale un día de guerra y cuánto se ha dejado de avanzar en el país por una política de enfrentamiento bélico. La paz no tiene precio. Lo que buscan muchos es tranquilidad y esta no se paga con nada.
Entrar en la dinámica de la paz, cuando muchas generaciones nacieron en guerra, no es fácil; aquí está el reto. Humanizar a Colombia y pacificarla; pero esto no implica pasividad: al contrario, requiere involucramiento, desarmar las palabras y los comportamientos.
Implica también confianza, pero la confianza no es ciega, es crítica, no criticona, y se debe regular, ser los veedores activos desde los diferentes roles de cada uno. Como dice el General Naranjo: “No estamos haciendo un acto de fe, es un proceso que debe ser observable por las partes y la sociedad”.
Solo nos resta esperar 9 días para ver cómo el voto de confianza de los colombianos impulsará un nuevo rumbo a nuestra Colombia.