Esta columna hace una pausa en sus mensajes al presidente Gustavo Petro para hablar de falsos positivos. Lo que sucedió en Dabeiba es impresionante. Dos docenas de militares se volvieron a reunir en una audiencia pública de cara a sus víctimas para reconocer cómo asesinaron a sus hijos, esposos y hermanos en una guerra irrepetible. Los falsos positivos fueron un crimen de Estado. Y son quizás el espejo que muestra con mayor deshumanización la guerra absurda en la que inocentes perdieron la vida y a sus familias les extirparon una parte del alma para siempre.
No puede haber nunca más falsos positivos. Allí estaban hombres de las fuerzas militares en Dabeiba reconociendo cómo con pleno conocimiento de que sus víctimas eran inocentes, les quitaron la vida para entregarlos como una cifra, un reporte más de un combate que nunca ocurrió. Es aterrador.
Por supuesto en las guerras se cometen excesos desde todos los frentes. Las historias del lado de las Farc son igual de horripilantes. Esta columna conoció el testimonio de una desmovilizada de las Farc en el frente ocho del Cauca que recuerda con lágrimas en los ojos los consejos de guerra en los que votaban el fusilamiento de sospechosos; sus amigos con los que compartía el día y la noche en caminatas eternas; los castigos y los asesinatos a civiles también por considerar que colaboraban para el Ejército, o los rastrojos, o el ELN. El destino de cualquiera sobre el que se posara un suspiro de sospecha, era ser condenado al consejo de guerra y el consejo de guerra era el paredón por traición a la rebelión.
Todos estos espejismos de un conflicto lejano que luego de los noventa no conocimos en las ciudades, nos deben poner en el lugar de las historias para que nunca más creamos que nuestras comodidades fueron las de los demás. Jóvenes inocentes murieron en Colombia por el estigma de la pobreza, acusados de ser guerrilleros y sus cuerpos uniformados únicamente por ser pobres o desempleados o tener la condición de habitantes de calle.
Uno de los militares que pasó al micrófono a aceptar su culpa y contarles a las víctimas y los magistrados de la JEP lo que hizo, desnudó bien el drama de la violencia. “La orden era acabar a la guerrilla costara lo que costara, al punto de que en la zona rural el que vistiera de negro o de blanco y negro era guerrillero y tenía que morirse porque no nos contaban capturas. La orden era extinguirlos, erradicarlos, asesinarlos”. Espeluznante.
Luego pidió perdón por el caso de Edison Alexander Lezcano Hurtado. “No era un guerrillero. Lo sacamos de su vivienda, lo llevamos al batallón y lo asesinamos. No era un guerrillero”, repitió.
Miles de familias tuvieron que vivir la desaparición y el secuestro. Esos son los dolores hijos de una guerra que no tiene sentido porque no tiene sentido la barbarie ni el luto interminable de esas madres que 20 años después escuchan con riguroso detalle cómo torturaron a sus hijos y aún así perdonan a sus verdugos.
Vi toda la audiencia de la JEP, la transmitimos completa en Noticias RCN Digital, y sentirse parte de esas historias es realmente un aprendizaje. No puede ser que los jóvenes que hemos crecido a la sombra de un país que se ha matado por ideas durante décadas no aprendamos las lecciones para que esos relatos no se repitan jamás.
Ni de un lado ni de otro la barbarie. Ni de un lado ni del otro la tortura y el despojo del alma. Creo que este país debe superar la página de esa violencia aterradora y para ello todos deberíamos tomar nota de las víctimas.
Allí paradas sin ánimo de venganza escuchando los relatos más oscuros de su vida, sin poder retroceder el tiempo ni cambiar la historia. Y, en medio de los recuerdos difíciles, accediendo al perdón. Increíble.