En el último año, los delitos transnacionales han pasado a protagonizar las primeras planas de la prensa y la opinión pública a nivel global. Los escándalos asociados a la corrupción en la administración pública y privada, hoy generalizados tanto a nivel nacional como regional, se suman a la progresiva cantidad de recursos ilícitos asociados a la trata de personas, al tráfico de migrantes y a la tendencia marcadamente creciente del contrabando.
En efecto, los números ligados a estas actividades ilícitas son inquietantes. Según las estimaciones realizadas por Global Financial Integrity en 2015, estos delitos generaron recursos que superaron los US$1,1 billones tan solo en las economías en desarrollo.
Es decir, los réditos obtenidos por estas actividades criminales exceden el Producto Interno Bruto (PIB) de países como México (US$1 billón), Indonesia (US$941.000 millones) o los Países Bajos (US$770.000 millones), duplican el de países como Suecia (US$558.000 millones) y triplican el de Colombia (US$382.000 millones). A nivel local, la radiografía de estos flagelos es alarmante.
El Índice de Percepción de Corrupción calculado por Transparencia Internacional y el Índice Global de Competitividad del Foro Económico Mundial, reflejan que Colombia ha desmejorado en materia de corrupción tanto pública como privada, cayendo cinco posiciones respecto a 2016 en ambos indicadores y ubicándose en los puestos 96 y 66, respectivamente.
El impacto del contrabando en la economía nacional es persistente. Según la Dirección de Impuestos y Aduanas Nacionales, en 2017 este delito, que representó cerca de 1% del PIB, le costó al Estado cerca de $1 billón en impuestos no recaudados y una pérdida equivalente a 10% del total de las importaciones legales del país.
En cuanto a la trata de personas, el negocio ilícito más lucrativo después del narcotráfico y el tráfico de armas, las cifras son preocupantes. De acuerdo con la Dirección de Gobierno y Gestión Territorial del Ministerio del Interior, tan solo se logra atender 5% de las víctimas, todo ello de la mano de un tráfico de migrantes que tan solo en 2017 dejó dividendos semanales cercanos a los $3.000 millones, según el informe de la Dirección de Investigación Criminal e Interpol.
Ante este panorama se hace imperativo desligar el tráfico ilícito de estupefacientes y sustancias sicotrópicas como el único delito subyacente del Lavado de Activos y Financiación del Terrorismo (Laft). Todos estos datos son ilustrativos en señalar que no todo el dinero ilegal que busca permear al sistema financiero local proviene del narcotráfico. Si queremos mitigar el riesgo de canalización de recursos de procedencia ilícita y la destinación de dineros lícitos a conductas delictivas es necesario desnarcotizar la gestión de riesgos Laft.
En tal sentido, el sistema financiero, de la mano con el sector público y privado, ha venido comprendiendo y tipificando otros tipos de delitos que las organizaciones criminales están cometiendo para incrementar sus recursos, lo que ha permitido mitigar el impacto de los sofisticados métodos que este tipo de estructuras delictivas usan para administrar y ocultar su origen.
Resulta necesario, sin embargo, que el país avance con mayor celeridad hacia la construcción de un marco de administración integral de riesgo Laft que propenda por la solidez y estabilidad del sistema financiero. Es un trabajo que, desde luego, requiere de ingentes esfuerzos, pero que tenemos que continuar encarando si queremos ver avances significativos en estos frentes.