La digitalización de la economía, un fenómeno de acelerado crecimiento, es hoy una innegable realidad. Actualmente, de acuerdo con las cifras del Internet World Stats, la penetración mundial de internet es del orden de 49,6%, lo que representa cerca de 3.700 millones de personas, prácticamente la mitad de la población global. Este hecho, sin embargo, no solo genera toda una batería infinita de posibilidades, oportunidades de negocio y crecimiento empresarial, sino también mayores probabilidades de conductas ilícitas, lo que se constituye en una gran amenaza para el desarrollo del mundo transaccional y de las comunicaciones.
En efecto, en este nuevo panorama digital resulta cada vez más habitual la masificación de los crímenes cibernéticos. De hecho, hoy por hoy, cerca de 80% del fraude que se realiza con tarjetas de crédito ocurre a través de canales no presenciales (internet o teléfono), mientras en 2014 el 70% se materializaba por medio de canales como datáfonos o ATM. Es decir, el riesgo de clonación de tarjetas físicas ha trascendido al comercio electrónico en solo un trienio.
Esa capacidad del crimen digital de reinventarse en horizontes temporales tan cortos genera desafíos considerables de cara a mantener la confianza de los consumidores en las transacciones virtuales y digitales. Ante este panorama, el accionar natural consiste en generar conductas y políticas proclives a incrementar los niveles de protección, un hecho que no puede ni debe pasar por alto la elevada responsabilidad que recae en los usuarios, tanto en el uso como en el cuidado de su información financiera.
Desde el punto de vista institucional, existen al menos tres grandes medidas que requieren ser implementadas con prontitud para reforzar y complementar los esfuerzos generados por los usuarios. Una primera, que es la relacionada con la tecnificación de los equipos de investigación judicial en temáticas cibernéticas, se complementa con una segunda asociada a la cohesión institucional local, la cual debe fortalecer la cooperación y la articulación entre los actores privados y las autoridades. La tercera, en línea con la característica inherente de la masificación de la economía digital, se relaciona con el afianzamiento de mecanismos de cooperación internacional que contribuyan a la desarticulación del crimen organizado transnacional.
En el marco de la ejecución de las medidas institucionales se requiere por supuesto mantener el equilibrio entre la experiencia del cliente y los mecanismos de seguridad que se implementen. Si bien el diseño de medidas de protección complejas para el usuario puede desincentivar el uso del canal electrónico, no contar con herramientas de seguridad incrementa el riesgo de fraude y con ello la probabilidad de reducir la transaccionalidad a través de canales virtuales y electrónicos.
En síntesis, la confianza como elemento necesario para acceder a las múltiples bondades de la economía digital se construye no solo a través de conductas responsables por parte de los usuarios, sino de una institucionalidad proclive a su desarrollo. Un accionar conjunto de estos elementos permitirá alcanzar niveles de prevención adecuados para garantizar la confianza en el ecosistema digital-transaccional. Tenemos grandes retos en esta materia si queremos dinamizar el tránsito hacia ecosistemas transaccionales modernos y eficientes. Solo de esta manera podremos seguir avanzando de manera sostenible en la inclusión digital, financiera y social que tanto necesitamos.