Contrarreforma educativa
Se ha afirmado que la innovación decrece. Las culpables: las universidades. Se ha afirmado también que la tecnología es resultado de la innovación y que aquella no ha logrado superar un crecimiento anual de 2%. Sorprende esto, pues los recursos asignados a la investigación han aumentado. Las universidades no habrían hecho un uso eficiente de esos recursos. Tales recursos habrían permitido que los académicos vivan impunemente distanciados de la realidad, midiendo el impacto de sus investigaciones en espaldarazos sobre chaquetas con parches en los codos.
Es cierto: muchos académicos viven desapegados de la realidad. Pero ello no es la razón del eventual estancamiento en la innovación en general. Afirmar lo contrario solo es posible a partir de una premisa errónea: que el conocimiento necesario para la innovación es científico.
En una universidad se puede determinar que juntar varios materiales puede resultar en un celular. Este conocimiento es técnico y científico. Sin embargo, la necesidad del celular y que sea algo nuevo relativo a lo que ya se conoce, es algo que compete al empresario en su afán de producir medios para satisfacer la necesidad.
El conocimiento necesario para la innovación no es científico. No se puede verbalizar, ni transmitir de manera oral o escrita de profesor a estudiante; no se puede formalizar en un sistema de ecuaciones. Ese conocimiento es práctico; es acerca de las necesidades de las personas y de cómo satisfacerlas; y se transmite a través del sistema de precios. Siendo así, le compete al empresario innovar en la sociedad, lo cual no puede estar desligado de la producción. Surge de la competencia entre empresarios, de la rivalidad que surge de su afán de satisfacer las necesidades de las personas con medios novedosos para así, a cambio de una ganancia, ganar su favor. Sin empresarios, sencillamente, no hay innovación.
Sí existe una manera en la que la innovación científica y técnica provenga de las universidades: que rivalicen para producir, en favor de los estudiantes, sus consumidores, los mejores métodos educativos; y para refinar el conocimiento científico y técnico en función de las necesidades de las personas. Es decir, comportándose como científicos que son empresarios. Mientras las universidades se pueden encargar de juntar el conocimiento para hacer una patineta voladora -como la de Volver al Futuro II, serán los empresarios los encargados de determinar si eso es algo innovador para los consumidores; por lo cual estén dispuestos a pagar. ¡Qué el conocimiento de esa necesidad llegue a las universidades a través de los empresarios!
Que avance la innovación es habilitado por el respeto de un principio ético: la propiedad privada. Sin ella, no hay mercado, no hay competencia, no hay precios y, finalmente, no hay innovación.
Después de todo, sí hay algo de mérito en responsabilizar a las universidades en el posible atraso en la innovación tecnológica: la propagación de la -potente- idea de que la principal fuente de prosperidad es el Estado; y que el mercado y la función empresarial son los enemigos de la gente.
El mercado y la función empresarial son la más honesta expresión social. Lograr real competencia entre universidades como factor de innovación tecnológica y científica, en favor del avance de la civilización, es la verdadera contrarreforma educativa.