Orden público y pos-conflicto en Colombia
*Con la colaboración de Nelson Vera y Carlos Camelo
Tras casi dos años de haberse firmado el Acuerdo de Paz con las Farc, el balance en los frentes de orden público y de implementación de lo allí acordado deja mucho que desear. De una parte, se tiene que el Estado resultó incapaz de contener el escalamiento del narcotráfico (triplicándose las áreas dedicadas a ello) y copar los lugares que dejaban cerca de 5.000 guerrilleros desmovilizados, y unas 10.000 personas de apoyo.
De otra parte, la estrechez presupuestal del período 2016-2019, resultante de la caída de los precios del petróleo y de las bajas ganancias en presión tributaria, está poniendo en seria duda las asignaciones “básicas-operativas” del pos-conflicto (estimadas en un 2% del PIB). Dada la precariedad tributaria, Colombia está prácticamente enterrando la idea de aprovechar la situación de pos-conflicto para intentar modernizar la infraestructura agrícola y su red vial. Recordemos que estas tareas requerían asignaciones presupuestales adicionales por un 3% del PIB, según los estimativos de Anif.
El deterioro del orden público en Colombia durante 2018-2019 es particularmente preocupante dada la delicada situación geopolítica por la que atraviesa Venezuela. Ese gobierno tambaleante de Maduro y su extensa frontera del Catatumbo se han convertido en un corredor-refugio para crecientes asociaciones delictivas relacionadas con contrabando de combustibles, minería ilegal y narcotráfico. Colombia asiste nuevamente a una amenazante proliferación de “Bandas Criminales” (Bacrim) asociadas con las disidencias de las Farc (unos 2.000 combatientes) y el fortalecimiento del ELN (5.000 miembros) que buscan restablecer su reclutamiento bajo células urbanas (denominadas JM-19).
Infortunadamente, se ha estado materializando lo que Anif denominó, dos años atrás, el “efecto avispero” de esparcir el conflicto asociado al narcotráfico a nuevas áreas de la geografía nacional. ¿Sabía Ud. que varios municipios del Valle del Cauca y Norte de Santander muestran tasas de homicidios próximas a 50 por cada 100.000 habitantes (tasas cercanas a los peores registros históricos de Colombia)? ¿Sabía Ud. que la deforestación se ha acelerado en las zonas del Putumayo, Cauca y Nariño, precisamente donde más se expande el narcotráfico, mientras que el país debate si debe retomarse la fumigación aérea ante la imposibilidad de implementar la erradicación manual?
El deterioro en el orden público ha sido particularmente evidente en lo referente a: i) los ataques a oleoductos (107 en 2018 vs. 63 en 2017); ii) asesinatos de líderes sociales (141 vs. 73); iii) matanzas colectivas-masacres (67 vs. 61); y, en general, iv) las acciones bélicas de los principales grupos armados al margen de la ley (282 vs. 243).
Un área donde aún se tiene progreso es en la reducción de la tasa de homicidios a nivel nacional, habiéndose estabilizado en niveles de 25 por cada habitantes. Pero esta cifra todavía sigue siendo intolerable para la época de pos-conflicto de un país que dice sentirse orgulloso de estar entran- do a la Ocde, especialmente cuando sabemos que, por ejemplo, en España o en Chile esas tasas de homicidios son tan bajas como cinco por cada 100.000 habitantes.
Así, las relaciones diplomáticas de Colombia se han vuelto a “narcotizar”. No solo están en la palestra los temas de objeciones a la JEP y las retaliaciones referidas a las visas a Estados Unidos, sino que podrían también comprometerse ayudas relacionadas con los inmigrantes venezolanos y con el llamado plan “Paz Colombia” (representando US$250 millones anuales).
Deterioro en los indicadores de seguridad rural
Ya mencionamos cómo ha venido materializándose el lla- mado “efecto avispero”, durante la era de pos-conflicto 2017-2018. Este postulaba que, al intentar “remover” un avispero del tamaño de nuestro problema de orden público sin la debida precaución-planificación, la consecuencia última sería la de esparcir “avispas” (ahora enardecidas), exponiéndose el país a dolorosas “picadas” (escalamiento de acciones delictivas).
Prueba de ello ha sido el fortalecimiento del ELN, cuyas cuadrillas se han incrementado de unos 1.000 combatientes en 2015 hacia unos 5.000 actualmente (incluyendo su asociación al Clan del Golfo y Urabeños). Ello ha derivado en incrementos en la violencia rural, especialmente en zonas otrora dominadas por las Farc (tales como Cauca-Nariño, Magdalena Medio y Norte de Santander-Catatumbo).
Esa mayor violencia rural ha implicado reversas en la favorable tendencia que se tuvo durante 2013-2016. En particular, cabe mencionar el quiebre en las cifras referentes a: i) población desplazada, aumentando un 14% anual en 2018 hacia 108.000 personas, aunque aún inferiores a los picos de 250.000 personas en 2013; ii) víctimas de ataques terroristas, incrementándose hacia 121 personas en 2018 (vs. 76 en 2017), más el atentado del ELN a la Escuela de Cadetes en este 2019; y iii) voladuras a la infraestructura minero-energética, donde los atentados a los oleoductos totalizaron 107 en 2018, prácticamente duplicando los 63 de 2017. Esto último no solo perjudica la operación de la industria petrolera, sino que conlleva irreversibles daños ambientales.
¿Dónde están las ONGs ambientalistas protestándole a la guerrilla este demencial accionar?
Por último, preocupa el aumento de las víctimas de minas antipersonales, cuya incidencia se triplicó ha- cia 178 en 2018 (vs. 57 en 2017). Esta situación tiene paralizados los programas de erradicación manual de cultivos ilícitos, al tiempo que el país debate el delicado tema de la fumigación aérea.