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¿Y el sistema de salud?

Sergio Mutis Caballero

Durante tres décadas, Colombia construyó un sistema de salud que, con todos sus problemas, logró algo notable: cobertura prácticamente universal, sostenibilidad financiera razonable y resultados aceptables en salud pública. La Ley 100 de 1993 criticada por unos, perfeccionada por otros, estructuró un modelo mixto donde las EPS actuaban como gestores del riesgo en salud. Funcionaban como intermediarios, sí, pero también como articuladores del servicio, responsables de organizar redes, pagar a los prestadores, y garantizar continuidad.

Gracias a ese modelo, el país pasó de tener un sistema excluyente y elitista a uno en el que más de 95% de la población estuvo asegurada. Las EPS, con imperfecciones, quizás mal supervisadas, permitieron, sin embargo, que millones de colombianos tuvieran acceso a medicamentos, tratamientos y procedimientos que antes eran privilegio de pocos. Y lo hicieron dentro de un esquema regulado, con reglas de juego y con una estructura financiera conocida.

El nuevo discurso suena popular: más atención preventiva, menos intermediarios, salud como derecho fundamental garantizado por el Estado. Pero la ejecución dice otra cosa: filas, tutelas, incertidumbre, escasez de medicamentos, médicos que no saben a quién remitir a sus pacientes y pacientes que no saben quién responde por su tratamiento. La ideología se impuso sobre la técnica, y lo que se pensó como “transición” se convirtió en colapso. El reciente fallo de la Corte Constitucional sobre la intervención de EPS Sanitas, además de confirmar arbitrariedad, demuestra lo anterior.

Hoy, el sistema está siendo desbaratado desde adentro. El Gobierno con el pretexto de una reforma estructural, ha optado por la vía de la destrucción. Estranguló financieramente a las EPS, sin reemplazarlas por una alternativa funcional. Interrumpió la cadena logística de medicamentos, centralizó decisiones operativas en el Ministerio de Salud y desmanteló estructuras que, aunque mejorables, eran operativas. A cambio, propone una arquitectura vaga de atención primaria que aún no existe, en cabeza de unas entidades territoriales sin músculo técnico ni financiero.

Es ingenuo creer que un modelo estatal puro puede operar en un país con las falencias institucionales de Colombia. Si el Estado no ha podido manejar bien ni siquiera los hospitales públicos en las regiones, ¿por qué asumir que sí podrá administrar directamente la salud de 50 millones de personas? ¿Qué respaldo tienen las secretarías de salud para asumir esa responsabilidad?

Lo que se ha hecho no es una reforma: es una liquidación. Se está desmantelando un sistema sin tener listo el reemplazo, en nombre de una transformación que no ha sido ni estructurada, ni costeada, ni explicada con rigor. El daño ya es visible. Lo peor es que aún no hemos tocado fondo.

No se trata de defender las EPS a ultranza, ni de negar que el sistema requería ajustes profundos. Pero reformar no es destruir. Gobernar no es experimentar. Y garantizar el derecho a la salud no puede traducirse en sumir al país en la incertidumbre, por cuenta de una apuesta que ni técnica ni éticamente se ha justificado.

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