No fue suficiente que las Farc le quitaran siete años de vida a Luis Eladio Pérez al mantenerlo secuestrado en la selva, en condiciones deplorables, presa de la leichmaniasis y de otras enfermedades, alejado a la fuerza de su familia, para que hoy por cuenta de un proceso de paz vacilante, el Gobierno mantenga a Pérez casi prisionero en Venezuela, amordazado en su función de embajador y encima descalificado y desautorizado por la Cancillería.
Hasta hace diez años, la embajada colombiana en Caracas era todo un trofeo diplomático y una designación muy honrosa pues era la segunda más importante de nuestro servicio exterior, dados los lazos culturales e históricos indisolubles con un país que es nuestro alter ego, y sobre todo por la impresionante dinámica económica y comercial. En la última década todo se ha venido a pique y aunque se mantienen unas relaciones cordiales, con permanente riesgo de crisparse, hay algo de farsa e hipocresía entre dos naciones cuyos rumbos se separan cada vez más por cuenta de una aventura política que, desde Caracas, hace rato se quitó la máscara para dejar ver el rostro feroz del totalitarismo y la dictadura.
Yo puedo entender que Santos se haga el desentendido frente a los gravísimos problemas de derechos humanos que afronta Venezuela, frente a la muerte del estado de derecho en ese país, inclusive frente a los problemas que significa el cierre arbitrario e ilógico de la frontera dizque para combatir el flagelo del contrabando en el otro lado, y hasta a la morosidad en los pagos a industriales colombianos por cuenta del estrangulamiento cambiario a manos del Cadivi. Hay una sensación en el Gobierno, real o ficticia, de que Venezuela es imprescindible para que no se descarrile el proceso de paz con las Farc.
Lo que no puedo entender es que por cuenta de eso, la Casa de Nariño se niegue a ver el fuerte acento xenófobo que se está apoderando de ese país y el sentimiento anticolombiano que parece alimentarse desde las más altas esferas del poder, en esa estrategia vieja y perniciosa de tapar los problemas y convocar solidaridades ante la existencia de un enemigo común.
La acusación en genérico de que fueron paramilitares colombianos los asesinos del diputado Robert Serra es tan grave como temeraria. Ahora bien, es justo anotar que esa “teoría” se las sirvió en bandeja de plata, y de modo incomprensible, el flamante secretario general de Unasur, Ernesto Samper, el primero en mencionar esa posibilidad, sin pruebas y sin argumentos.
Más temeraria e irresponsable es la de señalar a Álvaro Uribe como autor de esa muerte, y en este caso la acusación proviene del propio presidente Maduro. Con todos los cuestionamientos serios y profundos al hoy senador Uribe que he hecho desde esta columna, aquello no tiene sentido ni proporción. Y puede ser útil para cohesionar a una opinión pública venezolana cada vez más volátil y escéptica con respecto a Maduro (el martes se puso bravo al micrófono porque varios asistentes se le salieron mientras él daba un discurso ante los sindicatos), pero también tiene el efecto perverso de cohesionar a la opinión colombiana alrededor de Uribe, y de refilón a su argumento (también absurdo) de que Santos quiere entregar la institucionalidad al “castrochavismo”.
Lo que hizo Luis Eladio Pérez la semana pasada fue lo que espera uno de un diplomático, esto es defender la imagen del país y responder ante señalamientos falsos y peligrosos. Así, aclaró que el presunto autor material del crimen de Serra no es colombiano sino venezolano, que no existen pruebas reales que vinculen a los paramilitares y que, según los informes policiales, fueron los propios escoltas quienes dispararon contra el diputado.
En el tono y la actitud de matoncito de barrio que acostumbra, Diosdado Cabello mandó callar al Embajador y dejó un manto de duda acerca de que Pérez tal vez sabe quiénes son los asesinos. En junio pasado, ya había sugerido que era un conspirador por reunirse con miembros de la oposición.
Y frente a todo esto, en una reacción mezquina y obsecuente, la canciller Holguín regañó públicamente a Pérez porque “los embajadores no están autorizados para hablar con los medios”. No sabíamos eso, pero entonces deberían repensar todo el servicio exterior colombiano y ubicar más reinas de belleza en las embajadas, para que escasamente sonrían y posen para la foto, aunque afuera arda el anticolombianismo.
Si Pérez no puede hablar, no puede reunirse con las fuerzas vivas de ese país, no puede salir de su casa en la noche dada la espantosa inseguridad de Caracas y el peligro de estar estigmatizado por el propio Cabello, ni conversar por teléfono porque debe estar “chuzado” por la inteligencia vecina, ni viajar a ver a su familia a Bogotá porque ya casi no hay vuelos de Avianca a la aislada Venezuela, Pérez está en cautiverio otra vez.