Tengo varios amigos intelectuales que creen que sí, que por contingencias de la evolución histórica, de las circunstancias como pueblo, de la clase dirigente torpe, venal e inepta, de la geografía y la demografía y hasta de los karmas, algo salió mal con nosotros, y que de algún modo somos un experimento fallido como sociedad.
Yo personalmente no creo que seamos más malos que el resto, porque no le encuentro explicaciones lógicas. La razón me dice que no podemos ser más malos que el promedio mundial. Sin embargo, los noticieros, me dicen que sí. Es muy difícil no sentirse como los más pérfidos del planeta viendo las noticias del pasado 2 de octubre: menor de edad asesina a otro a cuchilladas en el colegio; las Bacrim en Meta y Casanare marcan a sus mujeres como si fueran ganado; ELN mata a dos contratistas por “error”; bandas introducen droga en maletas de viajeros a México; roban a una mujer en plena gerencia de un banco; un violinista de la Filarmónica resultó ser un acosador en Transmilenio; se empantana proyecto de un metrocable en Ciudad Bolívar porque propietarios de casas dicen que valen hasta $250.000.000 (¡en estrato cero!)
Días atrás se dio el matoneo en las redes a un chico de 13 años, hijo de un futbolista famoso, porque quiere ser cantante y bailarín (no lo bajaron de maricón); hubo graves disturbios en San Victorino porque se inició extinción de dominio a 52 locales donde vendían celulares robados, y en Cúcuta los contrabandistas bloquearon la frontera por los controles y obstáculos que la Policía viene poniendo a su “trabajo”; las Farc dijeron que Clara Rojas (siete años secuestrada) no debe considerarse víctima porque ella se lo buscó. Y hace tres días, en Barranquilla, un hombre de apellido Palmera se enfrentó con otro más joven, fue a buscar su revólver y lo mató; cuando la familia del muerto reaccionó, Palmera acribilló a dos más; al final, los vecinos apalearon a Palmera hasta matarlo.
Es difícil, pues, no sentirse en un sitio sin dios ni ley y no asumirse como miembro de un pueblo malo en sus fibras, y con una maldad que además parece progresiva. Pero no por razones kármicas, ni geográficas ni raciales, sino por la confluencia perversa de varios factores que ahora más que nunca están haciendo estragos en nuestro tejido social. Y esas variables no pasan de seis: una, nuestra tradición de informalidad, de un doble discurso en el cual las normas se relajan, permiten hacerse los de la vista gorda por una determinada realidad social o por intereses políticos.
Dos, hay un constructor cultural que termina premiando al vivo, que se volvió un valor deseable en la realidad cotidiana y que acuñó esa frase miserable de “no hay que dar papaya ni desperdiciar papaya” y hasta la elevó al grado de undécimo mandamiento. Esa visión manguiancha y relativa de las leyes nos ha ido conduciendo de modo irremediable a la ilegalidad abierta y justificada. El hampa ya no es vergonzante sino que se puede enfrentar a la Fuerza Pública para exigir “sus derechos”. Las fugas de Morelli, Hurtado, Arias y Restrepo (clase dirigente) refuerzan todo esto más que cualquier telenovela de Pablo Escobar. Lo mismo ocurre con el estatus de “intocable” que le concedió Pacho Santos a Uribe.
Lo tercero, uno nota a la autoridad perpleja, temerosa, transaccional para combatir al crimen común e imponer orden. La Policía no genera respeto ni es un mecanismo real de control y persuasión, entre otras porque ni siquiera está empoderada de su papel; por eso la ve uno en las noticias cuando llega a hacer un allanamiento y los malhechores la enfrentan, como en defensa propia. Y la Policía, indecisa, asustada de usar la fuerza. El cuarto factor, un aparato judicial rebasado, atrasado, maloliente, cuya negligencia invita a tomarse la justicia por mano propia. Así, se necesitaron cuatro años para verificar lo que todos sabíamos: que a Colmenares lo asesinaron; y el proceso contra Samuel Moreno no arranca; y la Gette puede pasar de victimaria a víctima, y los Nulle van a pagar muy poco de cárcel por su desfalco astronómico.
El quinto, tres décadas de narcotráfico, con su poder aterrador para corromper, amedrentar y con dos efectos devastadores sobre la cultura: uno, el valor del lucro por encima de todo y dos, el uso eficaz de la fuerza para resolver cualquier conflicto. Y, por último, una guerra que se volvió vieja, que perdió todo horizonte, escrúpulos y razones y nos ha hecho víctimas, a algunos, y espectadores a todos, a lo largo de cincuenta años ininterrumpidos, de masacres, tomas, secuestros, inhumanismo refinado y crueldad extrema. En el fondo, quizá mis amigos tengan razón.