De lo que los CEOs no suelen hablar
En los primeros meses de cualquier transición ejecutiva las apariencias engañan. Se suele creer que llegar a la cima equivale a dominar el terreno, pero hay una verdad incómoda: más de un tercio de los nuevos CEOs fracasa en los primeros 18 meses y el 90% admiten luego, que habrían hecho la transición de otra manera.
En ‘A CEO for all Seasons’, recientemente publicado, mis colegas de McKinsey muestran que la diferencia entre quienes se consolidan y quienes se desvanecen está en entender que ser CEO es una transformación personal que exige desaprender hábitos y redescubrir un propósito colectivo.
El nuevo líder enfrenta una paradoja de identidad: la posición trae poder y aislamiento. El ex CEO de Merck, Ken Frazier, cuenta que, al sentarse en el despacho, la gente deja de hablarle a la persona y empieza a hablarle al cargo. El riesgo es creer que la organización existe para alimentar el ego, cuando la tarea es servir a empleados, clientes y sociedad. Un CEO menos experimentado se obsesiona con “qué legado dejaré”, mientras que uno más maduro se pregunta “qué propósito cumple la organización”. Ese desplazamiento del “yo” al “nosotros” sostiene la humildad necesaria para impulsar cambios duraderos.
El libro habla de la transición psicológica, no solo en la táctica. Varios líderes se “apagan” y olvidan que el trabajo empieza con el nombramiento. El día del anuncio, los pares se convierten en subordinados y el único jefe visible es un consejo fragmentado: esa soledad estructural obliga a desarrollar autocontrol.
Los mejores CEOs entienden que su papel consiste en reestructurar, si hace falta, la organización desde la escucha y el propósito compartido. Aceptar la ignorancia inicial -nadie sabe realmente lo que implica el cargo hasta ocuparlo- y reconocer la soledad permite escuchar antes de actuar, observar la cultura antes de cambiarla y construir un “equipo espejo” capaz de corregir puntos ciegos. El paso decisivo es fijar un propósito regenerativo: no se trata de crecer por crecer, sino de crear una empresa que siga evolucionando sin depender de quien la dirige.
En este contexto, la valentía no es un rasgo heroico sino una disciplina. Quienes llegan al cargo suelen haber trabajado más de dos décadas antes de asumirlo. Esa experiencia puede volverse un lastre si se confunde con saber absoluto. La verdadera valentía consiste en reeducar la propia mente para liderar desde la curiosidad, no desde la certeza.
Más que por los logros del primer año, la calidad de un CEO se mide por su capacidad de recrear propósito, equipo y energía. La transición es un rito de paso que define si la empresa crecerá contigo o a pesar de ti. La grandeza comienza cuando el líder deja de preguntarse “qué recibiré” y empieza a preguntarse “qué regeneraré”. Quien asume su rol como responsabilidad cíclica, y no como coronación, convierte el poder en propósito, la transición en renacimiento y el liderazgo en un servicio duradero a la empresa y a la sociedad.