Del consumo de los hogares a sus prácticas
lunes, 28 de enero de 2019
Elecciones de este año pueden presionar a las familias
Mauricio Montenegro
Las proyecciones económicas corren siempre el riesgo de caer en el fetichismo de las cifras. Las cuantificaciones periódicas son importantes, pero pueden limitar la comprensión de los fenómenos económicos. Es necesario discutir sobre las fuentes, los métodos o los supuestos que soportan estas proyecciones, así como sobre las causas y las consecuencias de los movimientos que señalan, más allá de las tautologías sobre el crecimiento o el estancamiento del mercado. Los indicadores sobre el consumo de los hogares (CH) son un ejemplo interesante.
El CH suele medirse como un porcentaje de variación anual. Aún no conocemos los datos oficiales ponderados para 2018, pero muchos analistas creen que rondará 3%. Es una proyección optimista, si tenemos en cuenta que en 2017 el crecimiento anual fue de 1,7% y en 2016 de 1,5%. De hecho, desde 2011, cuando creció 5,9%, este indicador ha descendido considerablemente. El optimismo para 2018 se basa en parte en algunos datos que ya conocemos sobre los primeros trimestres, impulsados por eventos como el Mundial de fútbol de Rusia.
Para 2019 también se han hecho proyecciones optimistas, que no comparto con tanto entusiasmo. Varios analistas han señalado que las últimas mediciones del Índice de Confianza del Consumidor (ICC) soportan este optimismo. Aunque el ICC continúa siendo negativo (-8%), ha venido creciendo desde enero de 2017, cuando llegó a -30%. Previsiblemente, los índices más bajos (-11%) se encuentran en las clases medias, mientras que las clases altas tienen un índice positivo (4%). El ICC, sin embargo, refleja solo una parte de lo que se mide en el CH: la llamada propensión al consumo, o el porcentaje de renta disponible que estamos dispuestos a invertir en consumo. En el CH se suman también los gastos de consumo indispensables (a veces llamados consumo mínimo o autónomo), como los pagos de servicios o las cuotas de obligaciones financieras. Estos últimos son independientes de la confianza que el consumidor tenga en el mercado.
En las c, se espera que la renta disponible después de impuestos y gastos de consumo mínimo crezca, al tiempo que decrece la propensión al ahorro, para que proporcionalmente aumente el consumo. Este no parece ser el caso en un contexto de reforma tributaria que amplía la base de contribuyentes hacia las clases medias, de tasas de cambio elevadas que aumentarán el precio final de productos importados, y de un mercado laboral en el que la informalidad ronda el 50%. Además, 2019 será un año electoral en Colombia (¿cuál no?), y se sabe que la retórica de las campañas suele ser pesimista y tiende a desestimular las inversiones de mediano y largo plazo.
Pero estas cifras poco o nada nos dicen sobre las prácticas de consumo de los colombianos. Incluso las mediciones desagregadas por categorías de bienes, que pueden ayudar a las empresas a tomar decisiones de mercadeo, no son usadas, sin embargo para alimentar debates públicos sobre lo que consumimos y cómo lo hacemos. Si queremos superar esta espiral cuantitativa del crecimiento debemos empezar a hacernos otras preguntas. Consumir más (o menos), no significa consumir mejor. Y no me refiero a los juicios sobre la calidad: me refiero a la sustentabilidad social y ecológica, a la protección de los lazos sociales que se generan en los intercambios, a las formas culturales que allí se reproducen. Pero estos son los límites de las proyecciones económicas. Ahí entran en escena los estudios sociales del consumo.