La pasión de los otros
martes, 5 de febrero de 2019
Las cartas de amor, hechas por encargo, nos permiten asomarnos a la pasión de los otros y traducirla a palabras
Hugo Chaparro Valderrama
Las cartas de amor, hechas por encargo, nos permiten asomarnos a la pasión de los otros y traducirla a palabras. Escuchar por qué alguien le quiere explicar sus dilemas más tortuosos al enamorado que le perturba los días o enviarle un mensaje de ultratumba a la presencia querida de alguien que ya murió, porque nadie se resigna a que el rigor de la muerte termine con un amor que no admite finales.
Contratado para escribir cartas de amor en el Festival del Libro que organizó en febrero de 2018 el Parque 93 de Bogotá, la realidad se encargó de vencer mi escepticismo y derrotar mis prejuicios, cifrados por la pregunta que me hice cuando me acercaba al parque: “¿A quién puede interesarle una carta de amor, escrita a mano, en tiempos de exageración verbal gracias a la tecnología según internet?”.
Dispuesto a estar largas horas sin que nadie se acercara a la mesa donde desplegué una resma de papel, una batería de estilógrafos y crayolas -en caso de que alguien quisiera tener su carta escrita en colores-, quise ayudarle a la suerte, como cualquier honrado escribiente público, anunciando en un aviso, situado estratégicamente en un tablero al frente de la mesa, los servicios que prestaba.
Invoqué en mi ayuda al fantasma del poeta mexicano que fue en los siglos XIX y XX Juan Crisóstomo Ruiz de Nervo Ordaz, más conocido por el seudónimo que escogió para que lo recordaran, Amado Nervo, y puse en el tablero:
Se escriben cartas de amor, despecho y reconciliación,
para enamorados, desconsolados e ilusionados,
pidiéndoles paciencia para su urgencia.
¿A poco no decía Amado Nervo que el alma
es un vaso que sólo se llena con eternidad?
Una muchacha se acercó tímidamente a la mesa y después de preguntarme cómo se escribía una carta de amor -un misterio que se resuelve escuchando lo que nos quiera decir el paciente-, decidió contarme para quién y por qué necesitaba que le ayudara a organizar el desorden de sus emociones con palabras que fueran -o parecieran- coherentes con sus intenciones.
La paciencia para su urgencia nos tuvo cerca de una hora conversando y escribiendo. Apenas parpadeamos mientras la carta avanzaba y, sin que ninguno de los dos se diera cuenta, se prolongó al mismo tiempo que se alargaba ante la mesa una fila tumultuosa.
El desfile femenino fue interminable en la primera jornada, supuestamente de tres horas, que se extendió hasta que el calambre de la mano con la que escribía y las emociones que pasaron por la silla -bañadas algunas veces por llantos torrenciales- me descubrieron que había estado cinco horas escuchando a las dolientes que esperaban resolver sus nostalgias y ansiedades con lo que habíamos escrito.
Un desfile inversamente proporcional a los hombres que se atrevieron a contarme sus secretos. Recuerdo a un novio entusiasta y a un galán desesperado, que me hizo escribir cada letra respirando con cautela, pues, según él, de la carta dependía que su matrimonio se salvara.
La diferencia era elocuente: el corazón femenino se abre más fácilmente a las confidencias que la vanidad masculina; es menos orgulloso a la hora de la desesperación que los hombres, convencidos de saber cómo enfrentar la picaresca amorosa; entre mujeres se ayudan, los hombres se confabulan.
Y eran también las mujeres, a falta de hombres, las que pedían más cartas para decirle a sus muertos toda la falta que hacían. Cartas a padres y hermanos; a fantasmas que volvían mientras me contaban por qué los extrañaban tanto; cómo les habría gustado darles esa tarde un abrazo y por qué sentían que la única manera en que podían hacerlo era intentarlo con cartas donde les dijeran todo lo que no alcanzaron mientras vivieron con ellos o, si tuvieron la suerte de no guardarse el cariño, darse el gusto de repetírselo al muerto para que no lo olvidara. Las palabras, como antídoto al olvido, cumplían así con su oficio de prolongar la memoria de lo que fue y regresaba mientras volvía a escribirse.
Asistí entonces al teatro de las pasiones humanas; a la sinceridad con la que un par de extraños se encontraban reunidos para hablar de otro y decirle, de la manera más cuidadosa posible, lo que expresaba la carta; un acto de generosidad mutua, sin el temor al castigo que se sufre en los confesonarios, donde el voto de confianza del que hablaba tenía que ser recompensado de la mejor manera posible por el que escuchaba, sin desvirtuar los secretos que le habían contado.
Alguien me preguntó si sabía tanto de amor como para dedicarme a escribir profesionalmente cartas que hicieran parte de la pasión de los otros. Nadie sabrá nunca del todo o con certeza absoluta de qué se trata el amor; el laberinto impredecible en el que no importa cuándo se vea la salida o si nos interesa encontrarla; la experiencia que acaso mejore el mundo o lo deteriore cuando tras la invención empalagosa de la “luna de miel” se agazapa para muchos la hiel de los desencuentros.
Descubrí entonces que había pasado esos días no solo escribiendo cartas. También que había trabajado, de alguna manera, haciendo un servicio social, pues la dificultad para que una palabra refleje con precisión lo que alguien siente en medio de una turbulencia amorosa, se resuelve más fácilmente cuando alguien nos escucha y nos ayuda a entender lo que puede concretarse en una página escrita juiciosamente después de haber atendido la historia que está sufriendo el doliente.
¿Escribir profesionalmente cartas de amor? ¿Por qué no? Es otra forma de hacer literatura para que los personajes de la realidad permanezcan en historias semejantes a la ficción.