Ocio

‘Punto y aparte’, la primera columna de opinión de Gabo

LR

Diariamente, a las doce, oíamos allá afuera la clarinada cortante que se adelantaba al nuevo día como otro gallo grande, equivocado y absurdo, que había perdido la noción de su tiempo. Caía entonces sobre la ciudad amurallada un silencio grande, pesado, inexpresivo. Un largo silencio duro, concreto, que se iba metiendo en cada vértebra, en cada hueso del organismo humano, consumiendo sus células vitales, socavando su levantada anatomía. Hubiera sido aquel buen silencio elemental de las cosas menores, descomplicado; ese silencio natural y espontáneo, cargado de secretos que se pasea por los balcones anónimos. Pero éste era diferente. Parecido en algo a ese silencio hondo, imperturbable, que antecede a las grandes catástrofes. Hundidos en él sólo oíamos el ruido rebelde, impotente, de nuestra respiración, como si allí afuera en la bahía, estuviera aún Francis Drake, con sus naves de abordaje.

La madrugada -en su sentido poético- es una hora casi legendaria para nuestra generación. Habíamos oído hablar a nuestras abuelas que nos decían no sé qué cosas fantásticas de aquel olvidado pedazo del tiempo. Seis horas construidas con una arquitectura distinta, talladas en la misma substancia de los cuentos. Se nos hablaba del caliente vaho de los geranios, encendidos bajo un balcón por donde se trepaba el amor hasta el sueño de los muchachos. Nos dijeron que antes, cuando la madrugada era verdad, se escuchaba en el patio el rumor que dejaba el azúcar cuando subía a las naranjas. Y el grillo, el grillo exacto, invariable, que desafinaba sus violines para que cupiera en su aire la rosa musical de la serenata.

Nada de esto encontramos en el desolado patrimonio de nuestros mayores. Nuestro tiempo lo recibimos desprovisto de esos elementos que hacían de la vida una jornada poética. Se nos entregó un mundo mecánico, artificial, en el que la técnica inaugura una nueva política de la vida. El toque de queda es -en este orden de cosas- el símbolo de una decadencia. Hay una gran distancia histórica entre esta clarinada prohibida y la voz amable del sereno colonial. Este de ahora es hermano del que oyeron los ingleses después del primer bombardeo a Londres. Igual al de Varsovia. El mismo que levantó su trinchera de terror ante los ojos asombrados de los niños alemanes que cambiaron sus trompos por ametralladoras. Con igual angustia lo oyeron todos los oídos de Europa; con esta misma sensación desconcertante de que algo se está derrumbando a nuestras espaldas. Con este mundo materializado donde los peces de colores tienen que abrirle agua a los submarinos, con esta civilización de pólvora y clarines, ¿cómo se nos puede pedir que seamos hombres de buena voluntad?

Desde ayer, afortunadamente, no oímos el toque de queda. Ha sido suspendido precisamente cuando se había incorporado a las costumbres de la ciudad. Muchos sentían nostalgia por esa destemplada y obligante serenata. Otros volverán -¿volveremos?- a las visitas, recuperaremos nuestra agradable disciplina para esperar la madrugada olorosa a bosque, a tierra humedecida, que vendrá como una nueva Bella-Durmiente deportiva y moderna. 0 tal vez, seguros de que ya nada nos impedirá trasnochar, nos iremos a dormir mansamente -extraños animales contradictorios-antes de que los relojes doblen la esquina de la medianoche.