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Entre pirómanos y Tartufos

En Colombia somos incapaces de entender más allá de nuestros prejuicios. En piloto automático nos definimos por oposición a alguien, ya que nada aviva más el celo de nuestros dogmas que un buen antagonista, alguien a quien culpar de todo lo que nos incomoda. De un lado es Uribe; del otro, Petro. Basta convencer al petrista o al uribista (camuflado de fiquista) de que está libre de pecado para que empiece a tirar piedra, o dar bala, con entusiasmo. Necesitamos villanos para asumir roles de víctima y reclamar nuestra superioridad moral.

Entre Semana, TikTok, la impudencia del Petro charlatán y la seducción superficial de Federico nos embebieron en una pugna en la que sólo se puede tener miedo, haciéndonos sentir víctimas para legitimar nuestras acciones y creencias; pasando de agresores a defensores, porque siempre entenderemos que actuamos en defensa propia. Ahí es cuando surgen las “cláusulas Petro”, la huida de capitales, hacer trizas las otras trizas, las “primeras líneas”, los autoatentados… Si se pudiera razonar con petristas y uribistas no habría petristas ni uribistas. Es más fácil mover una oreja que su obcecación.

Pero lo preocupante es que se sufre exactamente de lo mismo en la nebulosa llamada “centro político”, el ring de pluralidad en el que los contendientes se invisten de pulcritud, pero en el que se desnudan verdaderos caraduras. En una amalgama de egos, las divisiones y las guerras momentáneas se hacen inevitables, pero tarde o temprano la palabra se hace carne y la carne sangra, haciendo que la tozudez los aleje del poder.

Juan Manuel Galán, tan serio como un mentiroso, dijo hace poco que acabaría la polarización armando “un gran diálogo nacional”. ¿Con quién, si un día es socio de Carlos Amaya -en lo que conocieron en Boyacá como “Operación Patilla” - y al siguiente lo gradúa de antagonista y le esculca la burocracia en Bogotá? O miremos a Sergio Fajardo, quien lleva 20 años de política despotricando de los partidos políticos, sus vampiros (que sí existen) y de los acuerdos clientelistas, olvidándose sus propios pecadillos. Como diría el siniestro Corelli: “aritmética básica del fariseísmo”.

En su pedestal de moral mete debajo del tapete a la ASI, fábrica de avales que hoy lo cobija y por la que desfilaron el famoso “manguito” y un condenado exalcalde de Cartago. Tampoco recuerda que en Medellín le entregó Metrojuventud a nadie menos que a Federico Gutiérrez, o que para su gobernación de Antioquia se alió con Aníbal Gaviria, del mismísimo Partido Liberal (sí, el de César Gaviria). ¿Y qué decir del control de la Secretaría de Salud de Bogotá?

No se cuestiona la gobernabilidad y logros alcanzados con dichos acuerdos, ni la idoneidad de sus cuotas burocráticas, que nunca aparecen a nombre propio. Solo asombra que buscar acuerdos políticos, para arrebatarle el poder a los extremos, sea lo que hoy se le cuestione a Alejandro Gaviria.

Con transparencia reconozco mi relación con la campaña de Alejandro Gaviria, así como mi compromiso a respaldar a cualquiera que gane en la Coalición Centro Esperanza. Lo único que espero es que el pragmatismo le gane a la hipocresía y que esta subienda de Tartufos de Molière no nos termine condenando, de nuevo, a cuatro años de más bestialidad en el poder.

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