Editorial

Cuidar el clima de la inversión extranjera

<p>Los inversionistas locales y extranjeros necesitan reglas claras para sus capitales, el país no puede ceder en ese frente</p>

El consenso es general acerca de la necesidad de tener reglas estables por parte del Estado para el funcionamiento del sector empresarial. Esa estabilidad incluye credibilidad por parte de los agentes económicos que toman decisiones que trascienden la coyuntura o el manejo de los asuntos de corto plazo. En otras palabras, señales de improvisación no caben en un ejercicio de Estado que propenda por el bienestar colectivo o a menos debe hacerse un gran esfuerzo para evitarlas. 

Hay asuntos en los que esa seriedad y responsabilidad adquieren importancia superlativa. Dos de ellos tienen que ver con la justicia y la economía, y a decir verdad en nuestro país se está generando un ambiente poco favorable por los bandazos que se están dando en ambos frentes, debido a la poca claridad y anuncios contradictorios de quienes tienen a su cargo en el Estado el manejo de esos temas. En el primer asunto, luego del espectáculo legislativo que llevó a que el Ejecutivo enterrara la reforma aprobada, ahora se ha entrado en un “limbo” en que no hay ninguna claridad en aspectos fundamentales de la administración e institucionalidad de la rama, que incluye extremos como el de plantear un “parón” judicial si el enfoque no es el que quiere determinado grupo o tribunal. Esa inestabilidad se extiende a la forma de elección de los titulares de los organismos de control, debate en el que sus titulares exponen ideas en beneficio propio y no de los entes que tienen a su cargo.

El daño directo sobre el ambiente de los negocios puede ser mayor si no se tiene claridad en la toma de decisiones y esto es particularmente crítico cuando se habla de impuestos que recaen sobre los contribuyentes, personas naturales y jurídicas. Nadie desconoce la necesidad de financiar un déficit público, así las críticas sean válidas en el sentido de advertir la laxitud en el manejo del gasto público, que no se compadece con la favorable evolución de los recaudos en los últimos años. 

Sin embargo, no es conveniente que se siga especulando con las fórmulas para enfrentar el problema, pues un día se plantea un aumento en el impuesto al patrimonio, al otro día se echa para atrás y luego se decide que es mejor cambiarle el rótulo y llamarlo “impuesto a la riqueza”. Lo mismo ocurre con el impuesto al valor agregado, con el Cree y con las tarifas de renta. Ya de por sí es desafortunada la costumbre de poner en vigencia cada dos años una reforma tributaria como para agregarle confusión e improvisación a tan importante asunto.

Entendemos la preocupación gubernamental para que los ajustes tributarios sean lo menos traumáticos, pero el camino no es el cambio o nuevos anuncios borrando los anteriores.