Escazú, arma perfecta para el decrecimiento
miércoles, 12 de octubre de 2022
Nadie duda la importancia ambiental en las políticas públicas, pero aplicar una suerte de “dictadura verde” que torpedee alcanzar el bienestar es una terquedad que genera pobreza
Editorial
El Gobierno Nacional suscribió en 2019 el Acuerdo de Escazú y esta semana el Congreso lo ratificó, luego de más de un año de intensas discusiones. En adelante, el Estado colombiano está obligado a cumplir cinco aspectos medioambientales globales que buscan proteger a sus defensores; garantizar mecanismos para evitar vulneraciones de derechos; participación de las comunidades; acceso gratuito y público a la información medioambiental, de tal manera que las personas conozcan sobre la calidad del aire y el agua. El marco global tras este avance es el principio número 10 de la conferencia ambiental de las Naciones Unidas que reza: “toda persona tendrá acceso a la información, participará en la toma decisiones y accederá a la justicia en asuntos ambientales con el fin de garantizar el derecho a un medio ambiente sano y sostenible para las generaciones presentes y futuras”.
Ciertamente, muy pocos países han dado el paso de ratificación del Acuerdo, que es un gran instrumento para unificar la legislación ambiental, darle un marco jurídico unificado y estandarizar reglas. Quizá en este nuevo orden las corporaciones autónomas regionales, el Ministerio de Ambiente y todas las secretarias ambientales de los municipios puedan articular una suerte de autoridad nacional, local y regional y actúen en función de lograr un mayor bienestar social y reducir la precariedades de las personas, pero ante todo lograr que 21 millones de colombianos salgan de la pobreza. De nada vale respetar el ambiente y dejar que las generaciones presentes y futuras mueran o mal vivan por el solo hecho de aplicar normas de moda internacionales.
Hay muchas cosas buenas en el Acuerdo de Escazú, pero también muchas zonas grises, peligros y limbos jurídicos sobre los cuales se edificarán asimetrías políticas en la esfera privada, como es la idea que se tenga del bienestar de los consumidores. Son muchos los frentes de acción que generan preocupación: va a limitar la libertad de las empresas para escoger sus procesos de producción o formas de economía industrial; controlará las fuentes de suministro; regulará el número de competidores en un mercado; limitará la capacidad de las empresas para competir; reducirá incentivos para competir; creará barreras geográficas a la libre circulación de bienes o servicios o a la inversión; incrementará los costos, y peligrosamente, controlaría o influiría en los precios o servicios. Son muchas las dimensiones sobre las cuales hay que darle tranquilidad al sector productivo. Si las consultas previas eran una piedra en el zapato para las obras de infraestructura, la reglamentación de Escazú será una verdadera avalancha de anarquías comunitarias, si el Gobierno Nacional y el mismo Congreso no lo limitan.
Ahora bien, si la actual administración nacional le sigue apostando al decrecimiento económico como fórmula de desarrollo, el Acuerdo de Escazú será la mejor herramienta para lograrlo. Lo importante está en el liderazgo de los ministerios comprometidos para que no se configure en Colombia una suerte de “dictadura verde” en donde todo lo que huela a acueductos, distritos de riego, autopistas, puertos, aeropuertos e industrias extractivas, sea satanizando como dañino y perjudicial contra al ambiente, olvidando que el verdadero reto es bajar el número de 21 millones de colombianos en pobreza absoluta e inundados en precariedades. Todo puede ser sostenible, sin anarquías.