La parábola económica chilena
jueves, 24 de octubre de 2019
Los chilenos lo repiten orgullosos: “seguiremos siendo la mejor economía Latinoamericana”, y es una afirmación cierta, ¿pero cómo se explica la violenta explosión social que mató 15 personas?
Editorial
En los años 70, Chile era país como cualquier otro en América Latina en donde los coletazos de la Guerra Fría se sintieron con mayor fuerza traducidos en un violento golpe de Estado dado por Augusto Pinochet y saldado con la muerte del presidente derrocado, Salvador Allende. Con la gran diferencia de sus vecinos que no se quedó allí, anclado o estancado en las disputas internas y emprendió un camino hacia el desarrollo que hoy lo tiene como uno de los pocos candidatos en el concierto internacional a volverse un país desarrollado en 2030. Valga la pena comentar que los últimos países que dieron el salto al desarrollo pleno fueron los Tigres Asiáticos hace un cuarto de siglo. El avance económico chileno se dio gracias a la implementación de un modelo fundamentado en las teorías del premio Nobel de Economía de la Universidad de Chicago, Milton Friedman, quien transformó el sistema productivo del país austral de la mano de un puñado grupo jóvenes liberales chilenos que siguieron las directrices del premiado por la Academia sueca en 1976. Las reformas introducidas en esos años se han profundizado bajo una política de crecimiento económico, independientemente de la línea ideológicas de sus gobernantes de turno. Incluso sus aciertos económicos han sido exportados a los vecinos, tal es el caso de su modelo exportador a Perú y de su sistema pensional a Colombia.
El gasto público está entre 20% y 25% del PIB; la deuda pública no sobrepasa 45% del PIB; la pobreza ha caído de 50% en los años 70 a 7,8% bien entrado el siglo XXI y el PIB per cápita ha subido de US$5.000 a US$20.000. El secreto no fue otro que la reducción de los aranceles, una reforma laboral permanente que flexibilizó el mercado de trabajo, la privatización de empresas, la reducción del gasto público, aumento de impuestos y el férreo control de la inflación en función con la generación de empleo. En esos pilares se evidencia lo que se ha denominado “milagro económico chileno”.
En el Índice de Libertad Económica de la Fundación Heritage, Chile muestra cifras sorprendentes: 85 en derechos de propiedad, 73 en ausencia de corrupción, 83 en control del gasto público, 75 en impuestos, 72 en facilidad para hacer negocios, 64 en flexibilidad laboral, 83 en estabilidad monetaria, 86 en apertura comercial, 85 en facilidad para invertir y 70 en su evaluación del sistema financiero. El punto ahora es por qué si todas las calificaciones del país son tan buenas experimenta una explosión social tan delicada como la ocurrida por estos días. Las repuestas a esta auténtica paradoja económica no son distintas a la desigualdad social y a la incapacidad de los gobiernos para derramar bienestar en todos los estratos socioeconómicos. Chile es un país con un elevado costo de vida, pero con una inflación baja; toda una contradicción, pues el salario mínimo ronda los US$400 -dependiendo de la tasa de cambio y los últimos choques devaluacionistas- pero que aún depende de las exportaciones de cobre. El otro gran punto flaco es que su socio comercial es China que ha estado enfrentado a Estados Unidos. Pero la gran salida se está dando y es un compromiso del sector privado en mejorar las condiciones de vida de los chilenos menos favorecidos, una tarea que no es fácil de cumplir en un mundo agitado que pide respuestas a las necesidades por medio de huelgas, marchas y desolación.