Editorial

Las moralejas de la ‘rebelión de las ruanas’

El paro agrario que atraviesa Colombia deja grandes enseñanzas y revela que no hay una política agraria estructurada

Hay que reconocer sin titubeos que la magnitud de la protesta campesina sorprendió a todos, comenzando por el Gobierno cuyo costo para la administración es evidente, en el entendido que aunque se había anunciado semanas atrás, no se tuvo la diligencia para atenderla y las advertencias oficiales se concentraron en pedir que no se revolviera las peticiones con bloqueos. Y luego, cuando ya se había iniciado, la afirmación del primer mandatario “cuál paro agrario” produjo no solo desconcierto sino un aire de desesperanza y un aumento de irascibilidad entre la población rural. 
Los ministros también cayeron en la simpleza de afirmar que no tenía más recursos que los ya asignados para atender las peticiones del sector agropecuario, cuando la realidad es que los subsidios se habían concentrado en el sector cafetero, luego de un manejo también poco acertado por parte del gobierno. El aire de prepotencia de los funcionarios aumentó la inconformidad del resto de la población. Ya con la contundencia del paro, ellos debieron asumir buena parte de la responsabilidad que se traduce en la consecución y asignación de los recursos, como a la fuerza han tenido que aceptarlo.
Otro tema que preocupa es la representatividad que tienen los gremios que dicen defender los intereses de un sector. La verdad es que aquí se ha comprobado la baja o nula influencia que tienen dichas asociaciones entre el grueso de su actividad. Quizá la más contundente muestra de ello es el sector agropecuario, donde un sinnúmero de organizaciones gremiales que a diario hacen protagonismo, poco o nada han tenido que ver en la coyuntura. La conclusión parece no dejar duda que los gremios solo defienden unos intereses muy localizados, sus presidentes hacen más un trabajo de política y comparten en exclusivos escenarios sus ideas y estudios, pero alejados del mundo real de la producción.
Otro damnificado de la situación es la clase política tradicional que parece no darse por enterada de lo que está ocurriendo y está metida en discusiones burocráticas o de mecánica con miras a las elecciones del próximo año. Ni en Norte de Santander, ni en Boyacá, ni en Cundinamarca, ni en Nariño o Casanare, se ha visto a la dirigencia local formular propuestas sobre el problema, aclarando que solo algunos voceros de la izquierda democrática han estado ahí, aunque también con una inclinación más proselitista que de plantear soluciones concretas.
Resulta irónico tener que reconocer que el país va más allá de las fronteras de las grandes ciudades. Solo cuando la amenaza de escasez en los centros urbanos se vio, comenzó a sentirse que el asunto era delicado y la respuesta fue una solidaridad más emotiva que otra cosa.