Los ministros deben ser ministros
jueves, 11 de julio de 2024
En temporada de cambio de ministros llama la atención el perfil de los nombrados y los retos que tienen por delante, y si en algo yerra el Presidente, es en nombrar idóneos
Editorial
En uno de los apartes del exitoso libro de Michael Sandel, ‘La tiranía del mérito’, (Debate, 2004), hay una frase del expresidente Obama que reza: Estados Unidos “es un país donde, tengas el aspecto que tengas o vengas de donde vengas, si estás dispuesto a estudiar y esforzarte, puedes llegar todo lo lejos que tu talento te lleve”; el cuento se trae a colación porque Colombia atraviesa por un cambio de gabinete en el que brillan las asimetrías en la formación o en la construcción de las dimensiones en el deber y el hacer de los nuevos ministros.
A las pocas semanas de haber recibido el cargo, el Presidente de la República les pidió a los colombianos con maestrías y doctorados que enviaran sus hojas de vida para ser tenidos en cuenta en una suerte de meritocracia encaminada a trabajar por el bien del país para reducir la pobreza, disminuir las precariedades sociales y generar crecimiento económico; iniciativa que fue aplaudida en su momento, pero que con el paso del tiempo no se tuvo en cuenta y se esfumó, pues algunos de los ministerios y cargos de primer nivel gubernamental los ocupan personas no probas, sin formación académica, débiles en conocimientos, carentes de formación profesional ni conocimiento práctico que demanda una cartera, superintendencia, agencia, consulado o embajada.
La tesis central del texto de Sandel es que “la meritocracia acaba así siendo una justificación de la desigualdad, más que un remedio contra ella”. El autor plantea (en entrevista a la BBC) que la meritocracia es un ideal atractivo porque promete que si todo el mundo tiene las mismas oportunidades, los ganadores merecen ganar.
Pero la meritocracia tiene un lado oscuro. Hay dos problemas: primero, es que en realidad no estamos a la altura de los ideales meritocráticos que profesamos o proclamamos, porque las oportunidades no son realmente las mismas. Y dos, que la meritocracia tiene que ver con la actitud ante el éxito. La meritocracia alienta a que quienes tienen éxito crean que éste se debe a sus propios méritos y que, por tanto, merecen todas las recompensas que las sociedades de mercado otorgan a los ganadores.
Pero si los que tienen éxito creen que se lo han ganado con sus propios logros, también tienden a pensar que los que se han quedado atrás son responsables de estar así. Todos unos argumentos que bien vale la pena debatir, pero de cara a las necesidades del país. No todos están llamados a ser ministros, además “más que serlo hay que parecerlo”.
El título de ministro reviste unas responsabilidades enormes en su influencia social. Es lo mismo que cuando un artista o deportista actúa incorrectamente, los medios y la opinión pública los sacrifican porque su influencia social es mayor a la de las personas comunes y corrientes.
Es simple: un ministro debe ser un ministro y la meritocracia debe aplicarse para este tipo de cargos, pues desconocer la formación y la probidad técnica es tirar por la borda siglos de desarrollo científico. De lo contrario, es adoptar el comportamiento del régimen comunista de Pol Pot en Camboya de los años 60, quien denigraba del conocimiento y la formación académica en pos de la creación de un hombre nuevo, diseñó una violenta utopía rural que masacró a millones de personas por el simple hecho de saber leer o escribir. Ser profesional era una condena a muerte.
No se puede premiar la ignorancia por el simple hecho de un cambio por el cambio.