Editorial

No hay que jugar con Bogotá

<p>De manera deliberada o inconsciente, los habitantes de Bogotá asisten a un circo destructor de toda institucionalidad.&nbsp;</p>

Lo que está viviendo la Capital de Colombia va más allá de un sainete tropical, muy propio de nuestros países y requiere darle la mayor importancia, no solo por lo que representa la ciudad, la imagen que se proyecta al mundo, sino también porque demuestra la incapacidad del aparato institucional que cada uno de los actores dice defender a su manera. Aparato institucional ideado y creado a lo mejor sin la suficiente responsabilidad y cuya obligación de corregirlo es asunto de vital importancia. No es solo la Procuraduría, sino casi la totalidad de nuestras instituciones las que enfrentan ese limbo, incluyendo nuestro aparato judicial.

Esa desinstitucionalización que se vive en distintos frentes causa mucho daño a la estabilidad no solo jurídica, sino económica, en el entendido que produce una gran desconfianza en los agentes económicos internos y externos. Pero más allá del ya de por sí grave espectáculo que se está dando, se deben hacer unas reflexiones elementales, que superan el enredo jurídico, al que han sometido a los ciudadanos por parte de los distintos entes que tienen que ver con el asunto. Las sociedades pequeñas y grandes y los países deciden avanzar como tales, cuando toman la ruta del bienestar, entendiendo que un sector o grupo específico debe sacrificar algo para que gane el promedio social. En economía, se habla de buscar un óptimo posible, una especie de segunda alternativa.

En los términos más sencillos, lo que se plantea es deponer los intereses personales o sectoriales para dar paso a los colectivos, lo cual engrandece a quienes actúan así, generalmente políticos. Desafortunadamente, lo que está pasando con Bogotá dista mucho de eso: a muy pocos les importa la Capital, pues su cometido es otro, en un caso sacar a Petro y él y su gente quedarse. Y todos dicen tener razones, como la protección de lo que creen son las instituciones, la Constitución, el poder del control disciplinario, la conveniencia política y más pragmáticamente la urgencia de las elecciones, etc.

Por el camino que va Bogotá, nadie sabe qué va a pasar, pues a una medida legal sigue otra en sentido contrario. Así seguramente pasarán los días y los paganinis de la situación serán los habitantes de la ciudad que esperan soluciones a dificultades como el caos del tránsito, los problemas de la malla vial, la inseguridad callejera y los deficientes servicios de salud. Se necesita un pacto de solidaridad entre todos los interesados en su progreso, desde el gobierno, congresistas, concejales, partidos políticos, alcalde y administración, empresas públicas y sector privado.

Es urgente, pero además es responsabilidad de la clase dirigente que recibe réditos. Si no lo hacen, la gente debe pasarles la cuenta de cobro en las urnas mostrándoles que han sido inferiores a su responsabilidad.